Exequias del cardenal Antonio María Javierre Ortas - 02 de febrero, 2007

Autor: Benedicto XVI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA DE EXEQUIAS
DEL CARDENAL ANTONIO MARÍA JAVIERRE ORTAS

Basílica de San Pedro
Viernes 2 de febrero de 2007

Queridos hermanos y hermanas: 

Ayer, al día siguiente de la memoria litúrgica de san Juan Bosco, partió hacia el cielo uno de sus hijos espirituales, el querido y venerado cardenal Antonio María Javierre Ortas. En el momento de su partida, se encontró rodeado de la oración de sufragio que todos los salesianos suelen elevar por sus hermanos y hermanas difuntos precisamente al día siguiente de la fiesta de su fundador.

A su familia religiosa se une hoy la Curia romana; se unen los familiares y los amigos, con esta celebración, en el día que la liturgia recuerda la Presentación del Señor en el templo. Las palabras del anciano Simeón, que estrecha entre sus brazos al Niño Jesús, resuenan en esta circunstancia con especial emoción:  «Nunc dimittis servum tuum Domine, secundum verbum tuum in pace», «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz» (Lc 2, 29). Es la oración que la Iglesia eleva a Dios al atardecer, y es muy significativo recordarla hoy cuando este hermano nuestro ha llegado al ocaso de su vida terrena.

«Misericordias Domini in aeternum cantabo», «Cantaré eternamente las misericordias del Señor». Hagamos nuestras estas palabras, tomadas de su diario espiritual, mientras acompañamos al cardenal Javierre Ortas en su viaje hacia la casa del Padre.

Nacido en Siétamo, en la diócesis de Huesca, el 21 de febrero de 1921, recibió como don una larga existencia, animada desde su juventud por un marcado espíritu misionero. Siguiendo el ejemplo de don Bosco hubiera querido vivir su vocación de salesiano en contacto directo con la juventud, en tierras de misión, pero la Providencia lo llamó a otras tareas. Así, fue apóstol en ambientes universitarios y en la Curia romana, pero sin perder ocasión de realizar una intensa actividad espiritual en el ámbito más propiamente teológico y en el campo más amplio de la cultura, sobre todo animando a grupos de profesores y de religiosos, y como capellán entre universitarios. Su servicio eclesial fue un servicio fiel y generoso, siempre disponible y cordial. Aunque llegó a una edad avanzada, nos dejó de modo improviso. Impulsados por la fe, pero también por el afecto hacia su venerada persona, nos encontramos ahora reunidos en torno al altar del Señor, y nos disponemos a ofrecer por él el sacrificio eucarístico.

En nuestra alma resuenan las palabras de Cristo que acabamos de escuchar en el evangelio: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le daré, es mi carne para vida del mundo» (Jn 6, 51). Esta es una de las frases de Jesús que encierran en síntesis todo su misterio. Y es consolador escucharla y meditarla mientras oramos por un alma sacerdotal que puso la Eucaristía como centro de su vida. La comunión sacramental, íntima y perseverante, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, obra una profunda transformación de la persona, y el fruto de este proceso interior, que la envuelve totalmente, es lo que afirma de sí mismo el apóstol san Pablo en su carta a los Filipenses: «Mihi vivere Christus est», «Mi vida es Cristo» (Flp 1, 21). Así la muerte es una «ganancia», porque sólo muriendo se puede realizar plenamente el «estar con Cristo» del que la comunión eucarística es prenda en esta tierra.

Ayer pude tener entre mis manos algunas cartas que el cardenal Javierre dirigió al amado Juan Pablo II y en las que se pone de manifiesto precisamente esta referencia privilegiada a la Eucaristía. En 1992, cuando recibió el nombramiento de prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, escribió:  «Huelga repetir en esta ocasión mi voluntad incondicionada de servicio. Cuente, Santidad, con mi esfuerzo sincero de conducir a término el cometido que se me ha encomendado. Lo imagino gravitando por completo en torno a la EUCARISTÍA —escrito así todo en mayúsculas—. Todo gira en torno a ese baricentro».

Luego, con ocasión del 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, en la carta de acción de gracias al Santo Padre por la felicitación que le había enviado, escribió:  «En el tiempo de mi ordenación, en Salamanca, el sacerdocio gravitaba íntegramente en torno a la Eucaristía... Es una alegría revivir los sentimientos de nuestra ordenación, conscientes de que en la Eucaristía, sacramento del Sacrificio, Cristo actualiza en plenitud su único sacerdocio».

El querido cardenal Javierre ya participa con alegría en la mesa celestial, en el banquete mesiánico del que habla Isaías en la primera lectura, donde la muerte ha sido eliminada para siempre y donde se han enjugado las lágrimas en todos los rostros (cf. Is 25, 8). En espera de compartir también nosotros, cuando el Señor lo disponga, ese eterno banquete de amor, ahora nos une a nosotros peregrinos y a él, que ya ha llegado a la meta, el canto que resuena en el salmo responsorial:  «Dominus pascit me, et nihil mihi deerit:  in loco pascuae, ibi me collocavit», «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar» (Sal 22, 1-2). Sí, al hombre que vive en Cristo la muerte no le asusta; experimenta en todo momento lo que el salmista afirma con confianza:  «Nam et si ambulavero in valle umbrae mortis, non timebo mala, quoniam tu mecum es», «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 22, 4).

«Tu mecum es», «Tú estás conmigo»: esta expresión remite a otra que Jesús resucitado dirigió a los Apóstoles y que este hermano nuestro eligió como su lema episcopal: «Ego vobiscum sum», «Yo estoy con vosotros» (Mt 28, 20). En efecto, el cardenal Javierre Ortas quiso que su existencia personal y su misión eclesial fueran un mensaje de esperanza; en su apostolado, siguiendo el ejemplo de san Juan Bosco, se esforzó por comunicar a todos que Cristo está siempre con nosotros.

Él, hijo de la patria de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, ¡cuántas veces rezó en su corazón:  «Nada te turbe, nada te espante. Quien a Dios tiene, nada le falta... Sólo Dios basta»! Y precisamente por estar acostumbrado a vivir sostenido por estas convicciones, el cardenal Javierre Ortas, en el momento de despedirse del ministerio activo en la Curia, escribió de nuevo al Papa estas palabras impregnadas de esperanza:  «No me resta sino impetrar que el Señor utilice —en registro divino— la bondad de su Vicario cuando en la tarde de la vida —no lejana— suene para mí la hora del examen sobre el amor».

En el escudo de este querido hermano nuestro está representada una barca unida a dos columnas:  la barca es la Iglesia, el timonel es el Papa, y las dos columnas son la Eucaristía y la Virgen María. Como digno hijo de don Bosco, tenía una profunda devoción a María, amada y venerada con el título de Auxiliadora. De la Virgen, "Ancilla Domini", trató de imitar el estilo de un servicio discreto y generoso.

Dejó el cargo de prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos "de puntillas" para dedicarse al servicio que, en cambio, nunca se debe dejar:  la oración. Y ahora que el Padre celestial lo ha llamado a sí, estoy seguro de que en el cielo, donde confiamos en que el Señor lo haya acogido en su abrazo paternal, sigue rezando por nosotros.

Me complace concluir con una reflexión suya que nos lleva al abrazo del Redentor:  Es maravilloso —escribía— pensar que no importa la serie de pecados de nuestra vida, que basta elevar los ojos y ver el gesto del Salvador que nos acoge a cada uno con bondad infinita, con suma amabilidad. Desde esta perspectiva, concluía, «la despedida se nimba de esperanza y de gozo».

 

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