Audiencia general del 9 de enero de 1991

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de enero de 199

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El Espíritu Santo, principio vital de la apostolicidad de la Iglesia

1. Al ilustrar la acción del Espíritu Santo como alma del «Cuerpo de Cristo», hemos visto en las catequesis precedentes que él es fuente y principio de la unidad, santidad, catolicidad (universalidad) de la Iglesia. Hoy podemos añadir que es también fuente y principio de la apostolicidad, que constituye la cuarta propiedad y nota de la Iglesia: «unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam» como profesamos en el Credo. Gracias al Espíritu Santo la Iglesia es apostólica, y eso quiere decir «edificada sobre el fundamento de los Apóstoles», siendo la piedra angular el mismo Cristo, como dice san Pablo (Ef 2, 20). Es un aspecto muy interesante de la eclesiología vista a la luz pneumatológica (cf. Ef 2, 22).

2. Santo Tomás de Aquino lo pone de relieve en su catequesis acerca del Símbolo de los Apóstoles, donde escribe: «El fundamento principal de la Iglesia es Cristo, como afirma san Pablo en la primera carta a los Corintios (3, 11): “Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo”. Pero existe un fundamento secundario, a saber, los Apóstoles y su doctrina. Por eso se dice Iglesia apostólica» (In Symb. Apost., a. 9).

Además de atestiguar la concepción antigua ―de santo Tomás y de la época medieval― acerca de la apostolicidad de la Iglesia, el texto del Aquinate nos remite a la fundación de la Iglesia y a la relación entre Cristo y los Apóstoles. Esa relación tiene lugar en el Espíritu Santo. Así se nos manifiesta la verdad teológica ―y revelada― de una apostolicidad cuyo principio y fuente es el Espíritu Santo, en cuanto autor de la comunión en la verdad que vincula con Cristo a los Apóstoles y, mediante su palabra, a las generaciones cristianas y a la Iglesia en todos los siglos de su historia.

3. Hemos repetido en muchas ocasiones el anuncio de Jesús a los Apóstoles en la Última Cena: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Estas palabras de Cristo, pronunciadas antes de su Pasión, encuentran su complemento en el texto de Lucas donde se lee que Jesús «después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los Apóstoles (...), fue llevado al cielo» (Hch 1, 2). El apóstol Pablo, a su vez, escribiendo a Timoteo (ante la perspectiva de su muerte), le recomienda: «Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tm 1, 14). El Espíritu de Pentecostés, el Espíritu que llena a los Apóstoles y a las comunidades apostólicas, es el Espíritu que garantiza la transmisión de la fe en la Iglesia, de generación en generación, asistiendo a los sucesores de los Apóstoles en la custodia del «buen depósito», como dice Pablo, de la verdad revelada por Cristo.

4. Leemos en los Hechos de los Apóstoles el relato de un episodio en el que se trasluce, de modo muy claro, esta verdad de la apostolicidad de la Iglesia en su dimensión pneumatológica. Es cuando el apóstol Pablo, «encadenado en el Espíritu» ―como él mismo decía―, va a Jerusalén, sintiendo y sabiendo que aquellos a quienes ha evangelizado en Éfeso ya no lo volverán a ver (cf. Hch 20, 25). Entonces se dirige a los presbíteros de la Iglesia de aquella ciudad, que se habían reunido en torno a él, con estas palabras: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28). «Obispos» significa inspectores y guías: puestos a apacentar, por tanto, permaneciendo sobre el fundamento de la verdad apostólica que, según la previsión de Pablo, experimentará halagos y amenazas de parte de los propagadores de «cosas perversas» (cf. Hch 20, 30) con el fin de apartar a los discípulos de la verdad evangélica predicada por los Apóstoles. Pablo exhorta a los pastores a velar por la grey, pero con la certeza de que el Espíritu Santo, que los puso como «obispos», los asiste y los sostiene, mientras él mismo guía su sucesión a los Apóstoles en el munus, en el poder y en la responsabilidad de guardar la verdad que, a través de los Apóstoles, recibieron de Cristo: con la certeza de que es el Espíritu Santo quien asegura la verdad misma y la perseverancia del pueblo de Dios en ella.

5. Los Apóstoles y sus sucesores, además de la tarea de la custodia, tienen igualmente la de dar testimonio de la verdad de Cristo, y también en esta tarea actúan con la asistencia del Espíritu Santo. Como dijo Jesús a los Apóstoles antes de su Ascensión: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Es una vocación que vincula a los Apóstoles con la misión de Cristo, quien en el Apocalipsis es llamado «el testigo fiel» (Ap 1, 5). En efecto, él en la oración por los Apóstoles dice al Padre: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Jn 17, 18); y en la aparición de la tarde de Pascua, antes de alentar sobre ellos el soplo del Espíritu Santo, les repite: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Pero el testimonio de los Apóstoles, continuadores de la misión de Cristo, está vinculado con el Espíritu Santo quien, a su vez, da testimonio de Cristo: «El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (Jn 15, 26-27). A estas palabras de Jesús en la Última Cena aluden las que dirige también a los Apóstoles antes de la Ascensión, cuando a la luz del designio eterno sobre la muerte y resurrección de Cristo, dice que «se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados (...). Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24, 48-49). Y, de modo definitivo, anuncia: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). Es la promesa de Pentecostés, no sólo en sentido histórico, sino también como dimensión interior y divina del testimonio de los Apóstoles y, por consiguiente, ―se puede decir― de la apostolicidad de la Iglesia.

6. Los Apóstoles son conscientes de que han sido así asociados al Espíritu Santo al «dar testimonio» de Cristo crucificado y resucitado, como se desprende claramente de la respuesta que Pedro y sus compañeros dan a los sanedritas que querían obligarles a guardar silencio acerca de Cristo: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Hch 5, 30-32). También la Iglesia, a lo largo de toda su historia, tiene conciencia de que el Espíritu Santo está con ella cuando da testimonio de Cristo. Aún constatando los límites y la fragilidad de sus hombres, y con el esfuerzo de la búsqueda y de la vigilancia que Pablo recomienda a los «obispos» en su despedida de Mileto, la Iglesia sabe que el Espíritu Santo la guarda y la defiende del error en el testimonio de su Señor y en la doctrina que de él recibe para anunciarla al mundo. Como dice el Concilio Vaticano II, «esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (Lumen gentium, 25). El texto conciliar aclara de qué modo esta infalibilidad corresponde a todo el Colegio de los obispos, y en particular al Obispo de Roma, en cuanto sucesores de los Apóstoles que perseveran en la verdad heredada gracias al Espíritu Santo.

7. El Espíritu Santo es, pues, el principio vital de esta apostolicidad. Gracias a él, la Iglesia puede difundirse en todo el mundo, a través de las diversas épocas de la historia, implantarse en medio de culturas y civilizaciones tan diferentes, conservando siempre su propia identidad evangélica. Como leemos en el decreto Ad gentes del mismo Concilio: «Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevar a cabo interiormente (intus) su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma (...). Antes de dar voluntariamente su vida para salvar al mundo, de tal manera organizó el ministerio apostólico y prometió enviar el Espíritu Santo, que ambos están asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre. El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo» (Ad gentes, 4). Y la constitución Lumen gentium subraya que «esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia» (Lumen gentium, 20).

En la próxima catequesis veremos que, en el cumplimiento de esta misión evangélica, el Espíritu Santo interviene dando a la Iglesia una garantía celeste.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con gran afecto saludo ahora a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España, a quienes reitero mis mejores deseos de paz y felicidad cristiana en el año que estamos comenzando, mientras les imparto, en prenda de la constante asistencia divina, la bendición apostólica.

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