Audiencia general del 9 de abril de 1980

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de abril de 1980

1. "Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo" (Sal 117 [118], 24).

Con estas palabras la Iglesia expresa su alegría pascual durante toda la octava de Pascua. En todas las jornadas del curso de esta octava, perdura ese único día que hizo el Señor; día que es obra de la potencia de Dios, manifestada en la resurrección de Cristo. La resurrección es el comienzo de la nueva vida y de la nueva época; es el comienzo del nuevo hombre y del nuevo mundo.

Dios Creador, creó el mundo de la nada, introdujo en él la vida y dio comienzo al tiempo. Creó también al hombre a su imagen y semejanza; varón y mujer los creó, para que sometieran el mundo visible (cf. Gén 1, 27).

Este mundo, por obra del hombre, ha sufrido la corrupción del pecado; ha sido sometido a la muerte; y el tiempo se ha convertido en el metro de la vida, que mide horas, días y años, desde la concepción del hombre hasta su muerte.

La resurrección injerta en este mundo, sometido al pecado y a la muerte, el día nuevo; el día que hizo el Señor. Este día es la levadura de la nueva vida, que debe crecer en el hombre sobrepasando en él el límite de la muerte, hacia la eternidad en Dios mismo. Este día es el comienzo del futuro definitivo (escatológico) del hombre y del mundo, que la Iglesia profesa y al que conduce al hombre mediante la fe, "la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna".

El fundamento de esta fe es Cristo, que "padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, murió, fue sepultado y al tercer día resucitó de entre los muertos".

Y precisamente este tercer día —tercer día entre los del triduo sacro— se ha convertido en el "Día del Señor": el día que canta la Iglesia en el curso de toda la octava y que, jornada tras jornada, describe y medita con gratitud en esta octava

2. En este miércoles pascual, deseo dirigirme a vosotros, queridos participantes en este encuentro, quienes, al visitar en este período como peregrinos la Iglesia de Roma, habéis meditado —en la sede apostólica, junto a las tumbas de San Pedro y San Pablo y de tantos mártires— la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo

Como Obispo de Roma os agradezco cordialmente vuestra presencia, vuestra participación en la plegaria, en la liturgia del Domingo de Ramos, del Jueves Santo, del Viernes Santo, de la Vigilia pascual, del Domingo de Resurrección y de la octava.

¡Qué Preciosa es esta meditación! Somos progenie y herederos de aquellos que participaron los primeros en los acontecimientos de la Pascua de Cristo. Como, por ejemplo, esos dos discípulos que —según leemos hoy en el Evangelio de la Santa Misa—, se encontraron con Cristo, en el camino de Emaús, y no lo reconocieron, mientras conversaban "de todos estos acontecimientos" (Lc 24, 14).

Nosotros hemos tenido la misma experiencia. En el curso de este día hemos meditado todo lo que se refiere a Jesús Nazareno, que fue "profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado... Mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido. Ciertas mujeres de las nuestras..., yendo de madrugada al monumento, no encontraron su cuerpo, y vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles que les dijeron que vivía. Algunos de los nuestros fueron al monumento y hallaron las cosas como las mujeres decían, pero a Él no le vieron" (Lc 24, 19-24).

Nosotros hemos seguido del mismo modo, en el curso de estos días, cada uno de los detalles de esos acontecimientos, que nos han transmitidolos testigosoculares en toda la sorprendente sencillez y autenticidad de la narración evangélica.

Y ahora, cuando debemos regresar a nuestras casas, como aquellos peregrinos que iban de Jerusalén a Emaús, deseamos meditar una vez más sobre todos los detalles, sobre todos los textos de la sagrada liturgia, examinando si nuestros corazones están más dispuestos para "creer todo lo que vaticinaron los profetas. ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?" (Lc 24, 25-26).

La resurrección es la entrada de Cristo en la gloria. Nos dice también a cada uno de nosotros que estamos llamados a su gloria (cf. 1 Tes 2, 12).

3. ¡Cómo se alegra la Iglesia de Roma, antigua Sede de San Pedro, por vuestra presencia tan numerosa en el curso de estos días!

La Semana Santa y la octava de Pascua unen aquí, junto a aquellos que siempre pertenecen a esta Iglesia a los peregrinos de tantas naciones, países, lenguas y continentes. La Iglesia de Roma se alegra por la presencia de todos, porque ve en ellos la universalidad y la unidad del Cuerpo de Cristo, en el que todos somos recíprocamente miembros y hermanos sin distinción de nacionalidad y de raza, de lengua o de cultura. La Sede de San Pedro late casi con la plenitud de la vida de todo el Cuerpo y de toda la comunidad del Pueblo de Dios, a quien ofrece constantemente su servicio

Por tanto, puesto que hoy me es dado, queridos hermanos y hermanas, hablaros una vez más, permitid que exprese sobre todo una ferviente felicitación a todos vosotros y a cada uno personalmente.

En esta felicitación se encierra también un deseo ardiente y cordial, que saca su contenido del acontecimiento de la liturgia de hoy. Os deseo que, mediante vuestra estancia en Roma, se repita perfectamente en cada uno de vosotros lo que sucedió a lo largo del camino de Emaús. Cada uno invite a Cristo como aquellos discípulos que caminaban con Él por ese camino, sin saber con quién caminaban: "Quédate con nosotros, pues el día ya declina" (Lc, 24, 29).

Que se quede Jesús, tome el pan, pronuncie las palabras de la bendición, lo parta y lo distribuya. Y que entonces se abran los ojos de cada uno, cuando lo reconozca "en la fracción del pan" (Lc 24, 35).

Deseo de corazón que regreséis de aquí a vuestras casas con un nuevo conocimiento de Jesucristo, Redentor del hombre. Os deseo que llevéis en vosotros este "Día que hizo el Señor"; que anunciéis, a donde quiera que lleguéis, que "el Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón" (Lc 24, 34). Sed realmente en el mundo de hoy testigos de la resurrección de Cristo con vuestra fe sólida y con vuestro compromiso generoso de vivir auténticamente el cristianismo.

Llevad a todos mi saludo y mi felicitación: a vuestras familias, a vuestras parroquias, a vuestras patrias, a vuestro obispos y sacerdotes. El misterio pascual actúe en vuestros corazones y en vuestra mente. Y que Dios sea bendito por este día, que ha hecho para nosotros.

 

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