Audiencia general del 6 de diciembre de 1989

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 6 de diciembre de 1989

 

El Pentecostés de los gentiles

1. Con la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, después del cumplimiento del misterio pascual con la “partida” de Cristo mediante el sacrificio de la Cruz, culmina la autorrevelación de Dios por medio de su Hijo hecho hombre.

De ese modo “se realiza así completamente la misión del Mesías, que recibió la plenitud del Espíritu Santo para el pueblo elegido de Dios y para toda la humanidad. ‘Mesías’ literalmente significa ‘Cristo’; es decir, ‘Ungido’: y en la historia de la salvación significa ‘ungido con el Espíritu Santo’. Esta era la tradición profética del Antiguo Testamento. Siguiéndola, Simón Pedro dirá en casa de Cornelio: ‘Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea... después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder’ (Hch 10, 37 ss.)” (Encíclica Dominum et vivificantem, 15). Pedro prosigue con un breve resumen de la historia evangélica, que es también un embrión del Credo, dando testimonio de Cristo crucificado y resucitado, Redentor y Salvador de los hombres, en la línea de “todos los profetas” (Hch 10, 43).

2. Pero si, por una parte, Pedro relaciona la venida del Espíritu Santo con la tradición del Antiguo Testamento, por otra sabe y proclama que el día de Pentecostés constituye el inicio de un proceso nuevo que durará por siglos, dando plena realización a la historia de la salvación. Las primeras fases de este proceso se hallan descritas en los Hechos de los Apóstoles. Y precisamente Pedro se encuentra en el primer lugar en un acontecimiento decisivo de aquel proceso: la entrada del primer pagano en la comunidad de la Iglesia primitiva, bajo el evidente influjo del Espíritu Santo que conduce la acción de los Apóstoles. Se trata del centurión romano Cornelio, que residía en Cesarea. Pedro, que lo había introducido en la comunidad de los bautizados, era consciente de la importancia decisiva de aquel acto sin duda no conforme a las costumbres religiosas vigentes, pero al mismo tiempo sabía con certeza que Dios lo había querido. De hecho, entró en la casa del centurión y “encontró a muchos reunidos. Y les dijo: ‘Vosotros sabéis que no le está permitido a un judío juntarse con un extranjero ni entrar en su casa; pero a mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre’”(Hch 10, 28).

Fue un gran momento en la historia de la salvación. Con aquella decisión Pedro hacía salir a la Iglesia primitiva de los confines étnico-religiosos de Jerusalén y del judaísmo, y se convertía en instrumento del Espíritu Santo al lanzarla hacia “todas las gentes”, según el mandato de Cristo (cf. Mt 28, 19). Se cumplía así de modo pleno y superior la tradición profética sobre la universalidad del Reino de Dios en el mundo, mucho más allá de la visión de los israelitas apegados a la Antigua Ley. Pedro había abierto el camino de la Nueva Ley, en la que el Evangelio de la salvación debía llegar a los hombres más allá de todas las distinciones de nación, cultura y religión, para hacer que todos gocen de los frutos de la Redención.

3. En los Hechos de los Apóstoles encontramos una descripción detallada de este evento. En la primera parte nos dan a conocer el proceso interior a través del cual pasó Pedro para llegar a la conciencia personal sobre el paso que había de dar. En efecto, leemos que Pedro, que se encontraba en Joppe como huésped durante algunos días de “un tal Simón, curtidor” (Hch 9, 43), “subió al terrado, sobre la hora sexta, para hacer oración. Sintió hambre y quiso comer. Mientras se lo preparaban le sobrevino un éxtasis, y vio los cielos abiertos y que bajaba hacia la tierra una cosa como un gran lienzo, atado por las cuatro puntas. Dentro de él había toda suerte de cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves del cielo. Y una voz le dijo: ‘Levántate, Pedro, sacrifica y come’. Pedro contestó: ‘De ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro’. La voz le dijo por segunda vez: ‘Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano’. Esto se repitió tres veces, e inmediatamente la cosa aquella fue elevada hacia el cielo” (Hch 10, 9-16).

Era una “visión” en la que tal vez se proyectaban preguntas y perplejidades que ya fermentaban en el ánimo de Pedro bajo la acción del Espíritu Santo a la luz de las experiencias realizadas en las primeras formas de predicación y en conexión con los recuerdos de la enseñanza y del mandato de Cristo sobre la evangelización universal. Era una pausa de reflexión que sobre aquel terrado de Joppe, que daba hacia el Mediterráneo, preparaba a Pedro para el paso decisivo que debía realizar.

4. En efecto, “estaba Pedro perplejo pensando qué podría significar la visión que había visto” (Hch 10, 17). Luego, “estando Pedro pensando en la visión, le dijo el Espíritu: ‘Ahí tienes unos hombres que te buscan. Baja, pues, al momento y vete con ellos sin vacilar, pues yo los he enviado’” (Hch 10, 19-20). Por consiguiente, es el Espíritu Santo el que prepara a Pedro para la nueva tarea. Y actúa ante todo mediante la visión, con la que estimula al Apóstol a la reflexión y dispone el encuentro con los tres hombres ―dos siervos y un piadoso soldado (Hch 10, 7)― mandados desde Cesarea a buscarle e invitarlo. Cuando el proceso interior hubo concluido, el Espíritu da a Pedro una orden concreta. Cumpliéndola, el Apóstol toma la resolución de dirigirse a Cesarea, a la casa de Cornelio. Acogido por el centurión, y por los que vivían en su casa, con el respeto debido a un mensajero divino, Pedro reflexiona sobre su visión y pregunta a los presentes: “¿Por qué motivo me habéis enviado a llamar?” (Hch 10, 29).

Cornelio, “hombre justo y temeroso de Dios” (Hch 10, 22), explica al Apóstol cómo había surgido la idea de aquella invitación, debida también ella a una inspiración divina Y concluye diciendo: “Ahora, pues, todos nosotros, en la presencia de Dios, estamos dispuestos para escuchar todo lo que te ha sido ordenado por el Señor” (Hch 10, 33).

5. La respuesta de Pedro que nos transmiten los Hechos es densa de significado teológico y misionero. Leemos: “Entonces, Pedro tomó la palabra y dijo: ‘Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le tema y practica la justicia le es grato. Él ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva de la paz, por medio de Jesucristo que es el Señor de todos. Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con Él; y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándolo de un madero; a éste Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros, que comimos y bebimos con Él, después que resucitó de entre los muertos. Y nos mandó que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que Él está constituido por Dios juez de vivos y muertos. De éste todos los profetas dan testimonio de que todo el que cree en Él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados’” (Hch 10, 34-43).

6. Convenía citar todo el texto porque es una condensación ulterior del kerygma y una primera síntesis de la catequesis que quedará fijada luego en el Credo. Son el kerygma y la catequesis de Jerusalén que tuvieron lugar el día de Pentecostés, repetidos en Cesarea en la casa del pagano Cornelio, donde se renueva el acontecimiento del Cenáculo en lo que se podría llamar el Pentecostés de los paganos, análogo al de Jerusalén, como constata el mismo Pedro (cf. Hch 10, 47; 11, 15; 15, 8). En efecto, leemos que “estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles” (Hch 10, 44-45).

7. “Entonces Pedro dijo: ‘¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?’” (Hch 10, 47).

Lo dijo ante los “fieles circuncisos”, o sea, los provenientes del judaísmo, quienes se maravillaban porque oían que los parientes y los amigos de Cornelio “hablaban en lenguas y glorificaban a Dios” (cf. Hch 10, 46), precisamente como había sucedido en Jerusalén el día del primer Pentecostés. Una analogía de acontecimientos llena de significado; más aún, casi el mismo acontecimiento, un único Pentecostés, que tuvo lugar en diversas circunstancias.

Idéntica es la conclusión: Pedromandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo” (Hch 10, 48). Se verificó entonces el bautismo de los primeros paganos. Así, en virtud de su autoridad apostólica, Pedro, guiado por la luz del Espíritu Santo, da inicio a la difusión del Evangelio y de la Iglesia más allá de los confines de Israel.

8. El Espíritu Santo, que había descendido sobre los Apóstoles en virtud del sacrificio redentor de Cristo, ahora ha confirmado que el valor salvífico de este sacrificio engloba a todos los hombres. Pedro había escuchado que se le decía interiormente: “Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano” (Hch 10, 15). Sabía muy bien que la purificación se había realizado por medio de la sangre de Cristo, Hijo de Dios, quien, como leemos en la Carta a los Hebreos (9, 14), “por el mismo Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios”, de forma que estamos seguros de que aquella sangre “purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo”. Pedro se había dado cuenta más claramente de que habían llegado los nuevos tiempos en los que, como habían predicho los profetas, incluso los sacrificios de los paganos resultarían gratos a Yahveh (cf. Is 56, 7; Ml 1, 11; y también Rm 15, 16; Flp 4, 18; 1 P 2, 5). Por eso dijo con plena conciencia al centurión Cornelio: “Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas” (Hch 10, 34), como Israel había comprendido ya desde el Deuteronomio, que se refleja en las palabras del Apóstol: “Yahveh vuestro Dios es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas...” (Dt 10, 17). Los Hechos nos atestiguan que Pedro fue el primero en captar el sentido nuevo de esta idea antigua, como fue transmitida en la doctrina de los Apóstoles (cf. 1 P 1, 17; Ga 2, 6; Rm 2, 11).

Esta es la génesis interior de aquellas hermosas palabras dirigidas a Cornelio sobre la relación humana con Dios: “...el que le teme y practica la justicia le es grato” (Hch 10, 35).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina. En primer lugar saludo al grupo de sacerdotes latinoamericanos, presentes en Roma para un curso de espiritualidad sacerdotal y misionera. Al regresar a vuestro lugar de apostolado os pido que transmitáis vuestra experiencia de Iglesia como comunión de fe en la caridad.

Deseo saludar también a un grupo de colaboradores de la revista “New Magazin 73”, a los alumnos y alumnas del Instituto “Francisco Figueras Pacheco” de Alicante (España), acompañados de sus familiares, así como a los jóvenes guatemaltecos “Europa Juvenil”. En estos días cercanos a la Navidad y a la Jornada Mundial de la Paz, os invito a todos a trabajar siempre por la paz en las familias, en la sociedad y entre los pueblos.

Con gran afecto os imparto a todos mi bendición apostólica.

 

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