Audiencia general del 4 de julio de 1979

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de julio de 1979

 

1. La Iglesia romana ha vivido la semana pasada santos y elevados momentos, que merecen una particular mención ante Dios y ante los hombres.

Ante Dios, para poder expresarle nuestra gratitud y renovarle nuestra confianza. Ante los hombres, para satisfacer la exigencia de los corazones que en tales momentos se unen y se abren recíprocamente.

Por primera vez yo, que no soy nativo de esta ciudad ni de esta tierra, he podido venerar a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo precisamente en este lugar —de donde el Señor les llamó hacia Sí—, en el día dedicado a la conmemoración anual de su glorioso martirio. Lo había hecho ya durante muchos años en mi tierra patria, manifestando así la unidad con Pedro que reúne al Pueblo de Dios en la Iglesia católica. Pero aquí, en el mismo centro de la Iglesia, el misterio de esa insólita vocación, que condujo a Pedro desde el lago de Genesaret a Roma y, luego, tras sus huellas, trajo aquí también a Pablo de Tarso, nos habla con toda la fuerza de la realidad histórica. ¡Con qué profunda emoción, a última hora de la tarde del 28 de junio, hemos rezado las primeras Vísperas de la fiesta de los dos Santos Patronos! Y después, tras la bendición de los Palios, que son símbolo de la unidad de la Iglesia universal con la Sede de San Pedro, bajamos al lugar donde se encuentran las santas reliquias del Apóstol, sepultadas aquí un tiempo y sometidas en nuestro tiempo a nuevo examen por parte de los científicos... ¡Qué grande es la elocuencia del altar central de la basílica, sobre el cual celebra la Eucaristía el Sucesor de San Pedro pensando que, en un lugar cercano a ese altar, él mismo, Pedro crucificado, ofreció el sacrificio de su propia vida en unión con el sacrificio de Cristo crucificado sobre el Calvario, y resucitado...

El mismo día, según la tradición, el Señor acogió también el sacrificio de San Pablo.

Y no sólo ellos dos. La liturgia del 30 de junio conmemora a todos los mártires de la Iglesia que entonces, en los tiempos de Nerón, sufrieron aquí en Roma una persecución sangrienta. Lo testimonian antiguos historiadores, como Tácito (Annales XV, 45) y Padres Apostólicos, como Clemente de Roma (Ad Cor 5-6). Pero esa persecución, lejos de ser la última, fue más bien la primera. Después de ella, vinieron otras hasta los tiempos de Diocleciano, a principios del siglo IV y luego, con Juliano el Apóstata, en la segunda mitad del mismo siglo. La Iglesia de Roma echó sus raíces profundas con esos múltiples testimonios. Esta sede del mundo antiguo fue bautizada no sólo con el bautismo del agua, sino también con el bautismo de lasangre de los mártires, "que habla mejor que la de Abel" (Heb 12, 24).

Todos nosotros, que vivimos con las prisas de la civilización contemporánea, con las inquietudes de la vida actual, debemos detenernos aquí a reflexionar sobre cómo nació esta Iglesia, a la cual, por voluntad del Señor, le fue concedido ser el centro y la capital de una misión tan grande: la Iglesia a la que peregrinan tantas otras Iglesias que encuentran en ella el fundamento de la propia unidad.

2. La conmemoración de estas vicisitudes de los comienzos de la Iglesia romana, que Dios fundó aquí sobre Pedro (cuyo nombre significa "Piedra", "Roca"), se ha unido con otros acontecimientos importantes, en la experiencia de los demás días de la pasada semana. Acontecimientos que reflejan el ulterior desarrollo histórico de esa Santa Sede, que siempre debe servir a la unidad de los cristianos en una Iglesia católica y al mismo tiempo apostólica.

Hemos tenido la fortuna de introducir solemnemente en él Colegio de los Cardenales de la Iglesia romana quince hombres. El nombre de uno de ellos permanece in pectore, en espera de las decisiones de la divina Providencia, si es que algún día permitirá revelar ese nombre; los otros, son ya conocidos de todos.

En ese rito sublime se ha renovado la milenaria tradición de la Iglesia romana, que tiene un gran significado no sólo para la ulterior estabilidad de la Iglesia, sino también para una comprensión adecuada de su carácter, que es doble: local y al mismo tiempo universal.

Nuestra Iglesia romana "local" está vinculada con esta Ciudad, del mismo modo con que en un tiempo, hace más de 19 siglos, la vinculó a esta Ciudad el Apóstol Pedro. Esta Iglesia romana, después de Pedro, eligió sucesivamente sus propios Obispos, a fin de que ejercieran en ella el servicio pastoral, y lo hizo de modo adecuado a las posibilidades y necesidades de las diversas épocas.

La institución del Colegio Cardenalicio, en sus orígenes, se remonta a esa tradición, según la cual el Obispo de Roma era elegido por los representantes del clero romano. Precisamente aquellos electores romanos, que ya entonces constituían un Colegio importante en la vida de la Iglesia, dieron comienzo a la institución que, desde hace casi mil años, asegura la sucesión sobre la Sede de San Pedro.

La sucesión sobre esta Sede episcopal tiene un significado no sólo para la Iglesia "local", que está aquí en Roma. Lo tiene también para la Iglesia universal, es decir, para cada una de las Iglesias locales, que entran así a formar parte de una comunidad universal. Es éste verdaderamente un significado "clave", porque Cristo dio precisamente a Pedro el "poder de las llaves". En los últimos tiempos, y sobre todo durante el pontificado de Pablo VI, el Colegio Cardenalicio ha crecido y se ha internacionalizado.

El Sacro Colegio, en la actualidad, consta de 70 cardenales de Europa. 40 cardenales de América (Norte, Centro y Sur), 12 cardenales de África, 10 cardenales de Asia y 3 cardenales de Australia y Oceanía. Todos desempeñan tareas especialmente responsables, como Pastores de importantes Iglesias locales (o sea, diócesis) o como Superiores de los principales dicasterios de la Curia romana, y son al mismo tiempo los herederos de aquellos antiguos "electores" que provenían del clero romano y elegían el Obispo de Roma. Por eso, junto a la llamada al Colegio Cardenalicio, se les confía el Título de una de las diócesis suburbicarias o de una de las iglesias romanas. De ese modo, el Colegio Cardenalicio une en sí —y en sí manifiesta— las dos dimensiones constitutivas de la Iglesia: la dimensión "local" y la dimensión ''universal". La Iglesia edificada sobre Pedro es "romana" en estas dos dimensiones.

3. He aquí cómo los días de la semana pasada nos han permitido entrar en una familiaridad particularmente profunda con la realidad de la Iglesia, con su misterio y al mismo tiempo con su historia, que se ha prolongado ante nuestros ojos, en cierto sentido, con una etapa nueva.

Si hoy volvemos a hablar de estos importantes acontecimientos es para manifestar cuán profundamente hemos vivido tales hechos. A ejemplo de la Madre de Cristo, hay que "guardar en el corazón" (cf. Lc 2, 51) acontecimientos tan elocuentes y en el momento oportuno "manifestarlos hacia afuera", a fin de que con esas manifestaciones se consolide su importancia interior.

Mi pensamiento se dirige ahora, una vez más, a los miembros del Colegio Cardenalicio, que ha quedado reforzado nuevamente. Encomiendo cada uno de ellos a las oraciones de todos los aquí reunidos, a las oraciones de toda la Iglesia.

A Jesucristo, "Rey de los siglos" (1 Tim 1, 17), encomiendo a la Iglesia edificada "sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas" (Ef 2, 20), la Iglesia romana fundada sobre Pedro y vinculada desde el comienzo al recuerdo del Apóstol de las Gentes.

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