Audiencia general del 30 de septiembre de 1992

Autor: Juan Pablo II

 

  JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 30 de septiembre de 1992

 

El episcopado, orden sacramental

(Lectura:
1ra. carta de san Pedro, capítulo 5, versículos 1-4)

1. Reanudamos, después de una larga pausa, las catequesis acerca de la Iglesia, que habíamos interrumpido a comienzos de julio. Entonces estábamos hablando de los obispos en calidad de sucesores de los Apóstoles, y apuntábamos que dicha sucesión implica la participación en la misión y en los poderes conferidos por Jesús a los mismos Apóstoles.

Hablando de esto, el concilio Vaticano II puso de relieve el valor sacramental del episcopado, que refleja en sí el sacerdocio ministerial que los Apóstoles recibieron de Jesús mismo. De esta forma se especifica la naturaleza de la misión que los obispos desempeñan en la Iglesia.

2. En efecto, leemos en la constitución Lumen gentium que Jesucristo, «sentado a la diestra del Padre, no está ausente de la congregación de sus pontífices», sino que, principalmente a través de su servicio eximio:

a) en primer lugar «predica la palabra de Dios a todas las gentes» (Lumen gentium, 21). Así pues, Cristo glorioso, con su poder soberano de salvación, actúa mediante los obispos, cuyo ministerio de evangelización con razón es definido «excelso» (Lumen gentium, 21). La predicación del obispo no sólo prolonga la predicación evangélica de Cristo, sino que es predicación de Cristo mismo en su ministerio.

b) Además, por medio de los obispos (y de sus colaboradores), Cristo «administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Co 4, 15) va congregando nuevos miembros a su Cuerpo» (Lumen gentium, 21). Todos los sacramentos son administrados en nombre de Cristo. De modo particular, la paternidad espiritual, significada y actuada en el sacramento del bautismo, está vinculada a la regeneración que viene de Cristo.

c) Finalmente, Cristo, «por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad» (Lumen gentium, 21). La sabiduría y la prudencia la ponen en práctica los obispos, pero vienen de Cristo que es quien, por medio de ellos, gobierna al pueblo de Dios.

3. Aquí conviene anotar que el Señor, cuando actúa por medio de los obispos, no quita los límites y las imperfecciones de su condición humana, tal como se manifiesta en su temperamento, su carácter, su comportamiento y su dependencia de fuerzas históricas de cultura y de vida. También en este aspecto podemos recurrir a las noticias que el evangelio nos refiere acerca de los Apóstoles elegidos por Jesús.

Eran hombres que, sin duda, tenían sus defectos. Durante la vida pública de Jesús, disputaban por conseguir el primer lugar y todos abandonaron a su Maestro cuando fue arrestado. Después de Pentecostés, con la gracia del Espíritu Santo, vivieron en la comunión de fe y caridad. Pero eso no quiere decir que hubieran desaparecido en ellos todos los límites propios de la condición humana. Como sabemos, Pablo reprochó a Pedro su comportamiento demasiado condescendiente hacia los que querían conservar en el cristianismo la observancia de la ley judaica (cf. Ga 2, 11-14). De Pablo mismo sabemos que no tenía un carácter fácil y que se produjo un gran enfrentamiento entre él y Bernabé (Hch 15, 39), aunque éste era «un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe» (Hch 11, 24).

Jesús conocía la imperfección de aquellos a quienes había elegido, y mantuvo su elección incluso cuando la imperfección se manifestó en formas graves. Jesús quiso actuar por medio de hombres imperfectos, y en ciertos momentos tal vez censurarles, porque por encima de sus debilidades debía triunfar la fuerza de la gracia, concedida por el Espíritu Santo. Puede suceder que, con sus imperfecciones, o incluso con sus culpas, también los obispos fallen en el cumplimiento de las exigencias de su misión o perjudiquen a la comunidad. Por ello, debemos orar por los obispos, para que se esfuercen siempre por imitar al buen Pastor. Y, de hecho, en muchos de ellos el rostro de Cristo pastor se ha manifestado y se manifiesta de forma evidente.

4. No es posible enumerar aquí a los obispos santos que han sido guías y forjadores de sus Iglesias en los tiempos antiguos y en todas las épocas sucesivas, incluidas las más recientes. Baste aludir a la grandeza espiritual de alguna figura eminente. Pensemos, por ejemplo, en el celo apostólico y el martirio de san Ignacio de Antioquía; en la sabiduría doctrinal y el ardor pastoral de san Ambrosio y de san Agustín; en el empeño de san Carlos Borromeo por la auténtica reforma de la Iglesia; en el magisterio espiritual y la lucha de san Francisco de Sales por la conversión de la fe católica; en la dedicación de san Alfonso María de Ligorio a la santificación del pueblo y a la dirección de las almas; en la irreprochable fidelidad de san Antonio María Gianelli al Evangelio y a la Iglesia. Y ¡cuántos otros pastores del pueblo de Dios, de todas las naciones y de todas las Iglesias del mundo, sería preciso recordar y celebrar! Contentémosnos con dirigir aquí un pensamiento de homenaje y gratitud a todos los obispos de ayer y de hoy que con su acción, su oración y su martirio (a menudo, del corazón, pero a veces también de su sangre) continúan el testimonio de los Apóstoles de Cristo.

Desde luego, a la grandeza del «ministerio excelso» recibido de Cristo como sucesores de los Apóstoles, corresponde su responsabilidad de «ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (cf. 1 Co 4, 1). Como administradores que disponen de los misterios de Dios para distribuirlos en nombre de Cristo, los obispos deben estar estrechamente unidos y firmemente fieles a su Maestro, que no ha dudado en confiarles a ellos, como a los Apóstoles, una misión decisiva para la vida de la Iglesia en todos los tiempos: la santificación del pueblo de Dios.

5. El concilio Vaticano II, después de haber afirmado la presencia activa de Cristo en el ministerio de los obispos, enseña la sacramentalidad del episcopado. Durante mucho tiempo este punto fue objeto de controversia doctrinal. El concilio de Trento había afirmado la superioridad de los obispos con respecto a los presbíteros: superioridad que se manifiesta en el poder que se les ha concedido de confirmar y de ordenar (DS, 1777). Pero no había afirmado la sacramentalidad de la ordenación episcopal.

Podemos, por consiguiente, constatar el progreso doctrinal que en este aspecto se ha producido gracias al último Concilio, que declara: «Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado» (Lumen gentium, 21).

6. Para hacer esta afirmación el Concilio se basa en la Tradición e indica los motivos para afirmar que la consagración episcopal es sacramental. En efecto, ésta les confiere la capacidad de «hacer las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actuar en lugar suyo» (Lumen gentium, 21). Por otra parte, el rito litúrgico de la ordenación es sacramental: «por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter» (Lumen gentium, 21).

Ya en las cartas pastorales (cf. 1 Tm 4, 14) todo eso se consideraba como obra del sacramento que reciben los obispos y éstos, a su vez, transmiten a los presbíteros y diáconos: sobre esa base sacramental se forma la estructura jerárquica de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

7. El Concilio atribuye a los obispos el poder sacramental de «incorporar, por medio del sacramento del orden, nuevos elegidos al Cuerpo episcopal» (Lumen gentium, 21). Es la manifestación más elevada del poder jerárquico, en cuanto toca un elemento vital del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia: la constitución de jefes y pastores que prosigan y perpetúen la obra de los Apóstoles en unión con Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo.

Algo análogo se puede decir también con respecto a la ordenación de los presbíteros, reservada a los obispos sobre la base de la concepción tradicional, vinculada al Nuevo Testamento, que les atribuye a ellos, como sucesores de los Apóstoles, el poder de «imponer las manos» (cf. Hch 6, 6; 8, 19; 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6), para constituir en la Iglesia ministros de Cristo estrechamente unidos a los titulares de la misión jerárquica. Eso significa que la acción de los presbíteros brota de un todo único, sacramental, sacerdotal y jerárquico, dentro del cual está destinada a desarrollarse en comunión de caridad eclesial.

8. En la cima de esta comunión permanece el obispo, que ejerce el poder que le ha conferido la «plenitud» del sacramento del orden, plenitud recibida como un servicio de amor, y que es participación, según su modo propio, de la caridad derramada en la Iglesia por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5). Impulsado por la conciencia de esta caridad, el obispo, imitado por el presbítero, no actuará de modo individualista o absolutista, sino «en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio» (Lumen gentium, 21). Es evidente que la comunión de los obispos, unidos entre sí y con el Papa, y proporcionalmente la de los presbíteros y los diáconos, manifiesta del modo más elevado la unidad de toda la Iglesia como comunidad de amor.

 

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