Audiencia general del 30 de octubre de 1991

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 30 de octubre de 1991

 

El pueblo de Dios en el Antiguo Testamento

(Lectura: Deuteronomio, capítulo 7, versículos 6-8)

1. Según el Concilio Vaticano II, que recoge el texto de san Cipriano sobre el que hemos reflexionado en la catequesis anterior, «la Iglesia aparece como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"» (Lumen gentium, 4; cf. san Cipriano, De oratione dominica, 23: PL 4, 553). Como ya explicamos, con esas palabras el Concilio enseña que la Iglesia es ante todo un misterio arraigado en Dios-Trinidad. Un misterio cuya dimensión primera y fundamental es la dimensión trinitaria. La Iglesia «aparece como un pueblo» (Lumen gentium, 4; cf. san Cipriano, De oratione dominica, 23: PL 4, 553) precisamente por su relación con la Trinidad, fuente eterna de la que brota. Así, pues, es el pueblo de Dios, del Dios uno y trino. A este tema queremos dedicar esta catequesis y las sucesivas, siguiendo siempre como hilo conductor la enseñanza del Concilio, que se inspira todo él en la Sagrada Escritura.

2. El Concilio declara, en efecto, que «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (Lumen gentium, 9). Este plan de Dios comenzó a manifestarse desde la historia de Abraham, con las primeras palabras que Dios le dirigió: «El Señor dijo a Abraham: Vete de tu tierra (...) a la tierra que yo te mostraré. De ti haré un gran pueblo y te bendeciré» (Gn 12, 1-2).

Esta promesa fue confirmada posteriormente con una alianza (Gn 15, 18; 17, 1-14) y proclamada solemnemente después del sacrificio de Isaac. Abraham, siguiendo el mandato de Dios, estaba dispuesto a sacrificarle su hijo único, que el Señor le había dado a él y a su esposa Sara en su vejez. Pero lo que Dios quería era sólo probar su fe. Isaac, por tanto, en este sacrificio, no sufrió la muerte, sino que permaneció vivo. Ahora bien, Abraham había aceptado el sacrificio en su corazón, y este sacrificio del corazón, prueba de una fe magnifica, le obtuvo la promesa de una descendencia innumerable: «Por mí mismo juro, oráculo de Yahveh, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa» (Gn 22, 16-17).

3. La realización de esta promesa debía comprender diversas etapas. En efecto, Abraham estaba destinado a convertirse en «padre de todos los creyentes» (cf. Gn 15, 6; Ga 3, 6-7; Rm 4, 16-17). La primera etapa se realizó en Egipto, donde «los israelitas fueron fecundos y se multiplicaron; llegaron a ser muy numerosos y fuertes y llenaron el país» (Ex 1, 7). El linaje de Abraham ya se había convertido en «el pueblo de los israelitas» (Ex 1, 9), pero se encontraba en una situación humillante de esclavitud. Fiel a su alianza con Abraham, Dios llamó a Moisés y le dijo: «Bien vista tengo la aflicción de mí pueblo en Egipto y he escuchado su clamor (...). He bajado para librarle (...). Ahora, pues, ve : yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto» (Ex 3, 7-10).

Así fue llamado Moisés para sacar a ese pueblo de Egipto, pero Moisés era sólo el ejecutor del plan de Dios, el instrumento de su poder, porque, según la Biblia, es Dios mismo quien saca a Israel de la esclavitud de Egipto. «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo», leemos en el libro del profeta Oseas (11, 1). Israel es, por tanto, el pueblo de la predilección divina: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres» (Dt 7, 7-8). Israel es el pueblo de Dios no por sus cualidades humanas, sino sólo por la iniciativa de Dios.

4. La iniciativa divina, esa elección soberana del Señor, toma forma de alianza. Así sucedió con respecto a Abraham. Y así acontece también después de la liberación de Israel de la esclavitud egipcia. El mediador de esa alianza establecida a los pies del monte Sinaí es Moisés: «Vino, pues, Moisés y refirió al pueblo todas las palabras del Señor y todas sus normas. Y todo el pueblo respondió a una voz: "cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor". Entonces escribió Moisés todas las palabras del Señor y, levantándose de mañana, alzó al pie del monte un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel». Luego, se ofrecieron sacrificios y Moisés derramó sobre el altar una parte de la sangre de las víctimas. «Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo», tras lo cual recibió una vez más de los presentes la promesa de obediencia a las palabras de Dios. Y al fin, roció con la sangre al pueblo (cf. Ex 24, 3-8).

5. En el libro del Deuteronomio se explica el significado de ese acontecimiento: «Has hecho decir al Señor que él será tu Dios ―tú seguirás sus caminos, observarás sus preceptos, sus mandamientos y sus normas, y escucharás su voz―. Y el Señor te ha hecho decir hoy que serás su pueblo propio» (Dt 26, 17-18). La alianza con Dios es para Israel una «elevación» particular. De este modo, Israel se convierte en «un pueblo consagrado al Señor su Dios» (cf. Dt 26, 19), y eso significa una particular pertenencia a Dios. Más aún: se trata de una pertenencia recíproca: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 7, 23). Ésta es la disposición divina. Dios se compromete a sí mismo en la Alianza. Todas las infidelidades del pueblo, en las diversas etapas de su historia, no alteran la fidelidad de Dios a esa alianza. Si acaso, se puede decir que esas infidelidades abren, en cierto sentido, el camino a la nueva alianza, anunciada ya en el libro del profeta Jeremías: «Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días (...): pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones le escribiré» (Jr 31, 33).

6. En virtud de la iniciativa divina en la alianza, un pueblo se transforma en el pueblo de Dios y, como tal, es santo, es decir, consagrado a Dios-Señor: «Tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios» (Dt 7, 6; cf. Dt 26, 19). En el sentido de esta consagración se aclaran también las palabras del Éxodo: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). A pesar de que, en el curso de su historia, aquel pueblo comete muchos pecados, no deja de ser pueblo de Dios. Por eso, remitiéndose a la fidelidad del Señor a la alianza establecida por él mismo, Moisés se dirige a él con la súplica conmovedora: «No destruyas a tu pueblo, tu heredad», como leemos en el Deuteronomio (9, 26).

7. Dios, por su parte, no cesa de dirigirse al pueblo elegido con su palabra. Le habla muchas veces por medio de los profetas. El principal mandamiento sigue siendo siempre el del amor a Dios sobre todas las cosas: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6, 5). A este mandamiento se halla unido el mandamiento del amor al prójimo: «Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo (...). No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 13. 18).

8. Otro elemento emerge de los textos bíblicos: el Dios que establece la alianza con Israel quiere estar presente de un modo particular en medio de su pueblo. Esa presencia, durante la peregrinación a través del desierto, se expresa mediante la tienda del encuentro. Más adelante, se expresará mediante el templo, que el rey Salomón construirá en Jerusalén.

Con respecto a la tienda del encuentro, leemos en el Éxodo: «Cuando salía Moisés hacia la tienda, todo el pueblo se levantaba y se quedaba de pie ala puerta de su tienda, siguiendo con la vista a Moisés hasta que entraba en la tienda. Y una vez entrado Moisés en la tienda, bajada la columna de nube y se detenía a la puerta de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés. Todo el pueblo veía la columna de nube detenida en la puerta de la tienda y se levantaba el pueblo, y cada cual se postraba junto a la puerta de su tienda. El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33, 8-11). El don de esa presencia era un signo particular de elección divina, que se manifestaba en formas simbólicas y casi en presagios de la realidad futura: la Alianza de Dios con su nuevo pueblo en la Iglesia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Dirijo ahora mi cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española procedentes de América Latina y de España.

De entre los diversos grupos que participan en nuestro encuentro, doy mi bienvenida al grupo de jubilados del Club Edad de Oro, de Navarra (España), así como a la Capilla de música de la Catedral de Pamplona y a las autoridades civiles de aquella región presentes hoy aquí. Que la tradición católica de vuestras gentes os impulse a un renovado compromiso misionero para que seáis testigos del Evangelio a ejemplo de San Francisco Javier.

Igualmente me complace saludar a la peregrinación procedente de Panamá, así como a los grupos familiares y a todas las personas de los distintos países latinoamericanos.

A todos los visitantes de lengua española les exhorto a vivir cada día con renovado ardor la alianza que Dios ha hecho con nosotros y les imparto con afecto la bendición apostólica.

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