Audiencia general del 27 de mayo de 1992

Autor: Juan Pablo II

 

  JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de mayo de 1992

 

El testimonio de la esperanza en la Iglesia, comunidad profética

(Lectura:
carta de san Pablo a los Romanos, capítulo 8, versículos 24-25)

1. Por ser testigo de la vida de Cristo y en Cristo, como hemos visto en la catequesis anterior, la Iglesia es también testigo de la esperanza: de la esperanza evangélica, que en Cristo encuentra su fuente. El concilio Vaticano II dice de Cristo en la constitución pastoral Gaudium et spes: «El Señor es el fin de la historia humana..., centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones» (n. 45). En ese texto el Concilio recuerda las palabras de Pablo VI que, en una alocución había dicho de Cristo que es «el centro de los deseos de la historia y la civilización» (Discurso 3 de febrero de 1965). Como se ve, la esperanza testimoniada por la Iglesia reviste dimensiones muy vastas, más aún, podríamos decir que es inmensa.

2. Se trata, ante todo, de la esperanza de la vida eterna. Esa esperanza responde al deseo de inmortalidad que el hombre lleva en su corazón en virtud de la naturaleza espiritual del alma. La Iglesia predica que la vida eterna es el «paso» a una vida nueva: a la vida en Dios, donde «no habrá ya muerte ni habrá llanto» (Ap 21, 4). Gracias a Cristo, que ―como dice san Pablo― es «el primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18; cf. 1 Co 15, 20), gracias a su resurrección, el hombre puede vivir en la perspectiva de la vida eterna anunciada y traída por él.

3. Se trata de la esperanza de la felicidad en Dios. A esta felicidad estamos todos llamados, como nos revela el mandato de Jesús: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva toda la creación» (Mc 16, 15). En otra ocasión Jesús asegura a sus discípulos que «en la casa de mi Padre hay muchas mansiones» (Jn 14, 2) y que, dejándolos en la tierra, va al cielo «a prepararos el lugar», «para que donde esté yo, estéis también vosotros» (Jn 14, 3).

4. Se trata de la esperanza de estar con Cristo «en la casa del Padre» después de la muerte. El apóstol Pablo estaba lleno de esa esperanza, hasta el punto que pudo decir: «deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor» (Flp 1, 23). «Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Co 5, 8). La esperanza cristiana nos asegura, además, que «el exilio fuera del cuerpo» no durará y que nuestra felicidad en compañía del Señor alcanzará su plenitud con la resurrección de los cuerpos al fin del mundo. Jesús nos ofrece la certeza: la pone en relación con la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54) Es una auténtica resurrección de los cuerpos, con la plena reintegración de la persona en la nueva vida del cielo, y no una reencarnación entendida como vuelta a la vida en la misma tierra, en otros cuerpos. En la revelación de Cristo, predicada y testimoniada por la Iglesia, la esperanza de la resurrección se coloca en el contexto de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), en donde encuentra plenitud de realización la «vida nueva» participad los hombres por el Verbo encarnado.

5. Si la Iglesia da testimonio de esta esperanza ―esperanza de la vida eterna, de la resurrección de los cuerpos, de la felicidad eterna en Dios―, lo hace como eco de la enseñanza de los Apóstoles, y especialmente de san Pablo, según el cual Cristo mismo es fuente y fundamento de esta esperanza. «Cristo Jesús, nuestra esperanza», dice el Apóstol (1 Tm 1, 1 ); y también escribe que en Cristo se nos ha revelado «el misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio... que es Cristo..., la esperanza de la gloria» (Col 1, 26-27).

El profetismo de la esperanza tiene, pues, su fundamento en Cristo, y de él depende el crecimiento actual de la «vida eterna».

6. Pero la esperanza que deriva de Cristo, aún teniendo un término último, que está más allá de todo confín temporal, al mismo tiempo penetra en la vida del cristiano también en el tiempo. Lo afirma san Pablo: «En él (Cristo) también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria» (Ef 1, 13-14). En efecto, «es Dios el que nos conforta... en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Co 1, 21-22).

La esperanza es, por consiguiente, un don del Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, por el cual el hombre, ya en el tiempo, vive la eternidad: vive en Cristo como partícipe de la vida eterna, que el Hijo recibe del Padre y d sus discípulos (cf. Jn 5, 26; 6, 54-57; 10, 28; 17, 2). San Pablo dice que ésta es la esperanza que «no falla» (Rm 5, 5), porque se apoya en el poder del amor de Dios, que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).

De esta esperanza es testigo la Iglesia, que la anuncia y lleva como don a las personas que aceptan a Cristo y viven en él, y al conjunto de todos los hombres y de todos los pueblos, a los que debe y quiere dar a conocer, según la voluntad de Cristo, el evangelio del reino» (Mt 24, 14).

7. También frente a las dificultades de la vida presente y a las dolorosas experiencias de prevaricaciones y fracasos del hombre en la historia, la esperanza es la fuente del optimismo cristiano. Ciertamente la Iglesia no puede cerrar los ojos ante el abundante mal que existe en el mundo. Con todo, sabe que puede contar con la presencia victoriosa de Cristo, y en esa certeza inspira su acción larga y paciente, recordando siempre aquella declaración de su Fundador en el discurso de despedida a los Apóstoles: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

La certeza de esta victoria de Cristo, que se va haciendo cada vez más profunda en la historia, es la causa del optimismo sobrenatural de la Iglesia al mirar el mundo y la vida, que traduce en acción el don de la esperanza. La Iglesia se ha entrenado en la historia a resistir y a continuar en su obra como ministra de Cristo crucificado y resucitado: pero es en virtud del Espíritu Santo como espera obtener siempre nuevas victorias espirituales, infundiendo en las almas y propagando en el mundo el fermento evangélico de gracia y de verdad (cf. Jn 16, 13). La Iglesia quiere transmitir a sus miembros y, en cuanto le sea posible, a todos los hombres ese optimismo cristiano, hecho de confianza, valentía y perseverancia clarividente. Hace suyas las palabras del Apóstol Pablo en la carta a los Romanos: «El Dios (dador) de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13). El Dios de la esperanza es «el Dios de la paciencia y del consuelo» (Rm 15, 5).

8. De hecho, la Iglesia puede hacer suyas en todo tiempo las memorables palabras de san Francisco Javier, inspiradas por la gracia que actuaba en él: «No recuerdo haber tenido nunca tantas y tan continuas consolaciones espirituales, como en estas islas... (se trata de las Islas del Moro, donde entre grandes dificultades, el santo misionero anunciaba el Evangelio). He caminado mucho por islas rodeadas de amigos no muy sinceros, en tierras donde no se puede encontrar ningún remedio para las enfermedades corporales, ni ayuda humana para la conservación de la vida. Esas islas no deberían llamarse Islas del Moro, sino Islas de la esperanza en Dios» (Epist. S. Francisci Xavierii, en: Monumenta Missionum Societatis Iesu, vol. I, Romae, 1944, pág. 380).

Podemos decir que el mundo en que Cristo ha obtenido su victoria pascual se ha convertido, en virtud de su redención, en la «isla de la divina esperanza».

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi saludo afectuoso a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los peregrinos procedentes de Toledo (España), que se encuentran en Roma para participar en la Santa Misa en Rito Hispano–Mozárabe que tendré el gozo de celebrar mañana, solemnidad de la Ascensión del Señor.

Saludo igualmente a los miembros de la Confraternidad Sacerdotal “Operarios del Reino de Cristo”, a la peregrinación de la diócesis de Autlán (México), encabezada por su Obispo, y a la peregrinación de la Agencia Informativa Católica Argentina.

Mi cordial bienvenida a todas las personas, familias y grupos procedentes de España y de los diversos países de América Latina, en especial, de Chile, Venezuela y Colombia.

Mientras encomiendo al Señor a vosotros y a vuestras familias, os imparto de corazón la bendición apostólica.

¡Alabado sea Jesucristo!

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