Audiencia general del 26 de julio de 1995

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERALMiércoles 26 de julio de 1995

 

El camino ecuménico

(Lectura:
capítulo 17 del evangelio de san Juan, versículos 20-21)

1. El camino ecuménico es un deber sentido vivamente por los fieles católicos y por los cristianos de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. El concilio Vaticano II hizo suya esta instancia y en el decreto Unitatis redintegratio fijó los principios de un sano ecumenismo. Hoy quisiera repasar sus líneas esenciales, recordando que han sido reafirmadas de modo muy detallado, junto con orientaciones prácticas en el Directorio para la aplicación de los principios y de las normas sobre el ecumenismo (nueva edición, Ciudad del Vaticano 1993).

Frente a la división que aflige al mundo cristiano desde hace siglos no podemos quedar indiferentes. Católicos y no católicos no pueden por menos de experimentar un íntimo sufrimiento al observar sus divisiones, que tanto contrastan con las apremiantes palabras de Cristo en la última cena (cf. Jn 17, 20 23).

Ciertamente, nunca ha faltado la unidad constitutiva de la Iglesia, como la quiso su Fundador: sigue siendo indefectible en la Iglesia católica, que nació el día de Pentecostés con el don del Espíritu Santo concedido a los Apóstoles y ha permanecido fiel a la línea de la tradición doctrinal y comunitaria que se apoya en el fundamento de los legítimos pastores en comunión con el Sucesor de Pedro. Se trata de un hecho providencial, en el que los datos históricos están íntimamente vinculados con los fundamentos teológicos, como consecuencia de la voluntad de Cristo. Pero no se puede negar que en su realización histórica, tanto en el pasado como en la actualidad, la unidad de la Iglesia no manifiesta plenamente ni el vigor ni la extensión que, según las exigencias evangélicas de que depende, podría y debería tener.

2. Por ello, la primera actitud de los cristianos que buscan esta unidad, y caen en la cuenta de la distancia que existe entre la unidad querida por Cristo y la que se ha logrado concretamente, no puede menos de ser la de elevar los ojos al cielo para implorar de Dios estímulos siempre nuevos hacia la unidad, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Según las indicaciones del Concilio, ante todo debemos reconocer el valor esencial de la oración por la unidad. En efecto, ésta no se limita a una simple forma de concordia o buenas relaciones humanas. Jesús pidió al Padre una unidad de los creyentes según el modelo de la comunión divina por la que él y el Padre en la unidad del Espíritu Santo, son "uno" (cf. Jn 17, 2-21). Es una meta que sólo puede alcanzarse con la ayuda de la gracia divina. De aquí la necesidad de la oración.

Por otra parte, la constatación diaria de que el compromiso ecuménico se realiza en un campo lleno de dificultades hace sentir aún más vivamente la insuficiencia humana y la urgencia de acudir con confianza a la omnipotencia divina. Es lo que manifestamos especialmente en la Semana dedicada cada año a la oración por la unidad de los cristianos: se trata, ante todo, de un momento de oración más intensa. Es verdad que esa importante iniciativa favorece también estudios, encuentros e intercambios de ideas y experiencias, pero su primera finalidad sigue siendo siempre la oración.

También en muchas otras ocasiones la unión de los creyentes constituye el objeto de las oraciones de la Iglesia. Más aún, es preciso recordar que en el momento culminante de toda celebración eucarística, poco antes de la comunión, el sacerdote dirige al Señor la plegaria por la unidad y la paz de la Iglesia.

3. La segunda contribución que el Concilio pide a todo cristiano es el compromiso activo en favor de la unidad. En primer lugar, con el pensamiento y la palabra. El Vaticano II exhorta a los cristianos a hacer "todos los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que por lo mismo hagan más difíciles las relaciones mutuas con ellos" (Unitatis redintegratio, 4). Al tiempo que reafirmo esa recomendación tan importante, exhorto a todos a superar los prejuicios y a tomar una actitud de viva caridad y sincera estima, insistiendo en los elementos de unidad, más que en los de división, pero quedando a salvo la defensa de la entera herencia transmitida por los Apóstoles.

Es necesario, además, cultivar el diálogo para lograr un mejor conocimiento mutuo. Si se realiza entre expertos adecuadamente formados (cf. Ut unum sint, 81), puede favorecer un crecimiento de la estima y la comprensión recíprocas entre las diversas Iglesias y comuniones y "una mayor colaboración en aquellas obligaciones en pro del bien común exigidas por toda conciencia cristiana" (Unitatis redintegratio, 4).

En la base del diálogo y de cualquier otra iniciativa ecuménica debe estar una disposición leal y coherente a reconocer las manifestaciones de la gracia en los hermanos que aún no están en plena comunión con nosotros. Como dice el Concilio, "es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran en nuestros hermanos separados" (ib.). Con todo, "en este valiente camino hacia la unidad, la claridad y prudencia de la fe nos llevan a evitar el falso irenismo y el desinterés por las normas de la Iglesia" (Ut unum sint, 79). Descubrir y reconocer el bien, la virtud, la aspiración a una gracia cada vez mayor, presentes en las demás Iglesias, sirve también para nuestra edificación.

4.El ecumenismo, para ser auténtico y fecundo exige, además, de parte de los fieles católicos algunas disposiciones fundamentales. Ante todo, la caridad, con una mirada llena de simpatía y un vivo deseo de cooperar, donde sea posible con los hermanos de las demás Iglesias o comunidades eclesiales. En segundo lugar, la fidelidad a la Iglesia católica, sin desconocer ni negar las faltas manifestadas por el comportamiento de algunos de sus miembros. En tercer lugar, el espíritu de discernimiento, para apreciar lo que es bueno y digno de elogio.

Por último, se requiere una sincera voluntad de purificación y renovación, tanto mediante el esfuerzo personal orientado a la perfección cristiana, como contribuyendo, "cada uno según su condición, a que la Iglesia, que lleva en su cuerpo la humildad y mortificación de Jesús (cf. 2Co 4, 10; Flp 2, 5-8), se purifique y se renueve cada día más, hasta que Cristo se la presente a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27)" (Unitatis redintegratio, 4).

5. No se trata de una perspectiva utópica: su realización puede y debe llevarla a cabo cada persona, día tras día, siglo tras siglo, cualquiera que sea la duración de la historia y la variedad de sus vicisitudes, en gran parte imprevisibles. En esta perspectiva se mueve el ecumenismo, que por ello se sitúa en un marco más amplio que el del problema de la adhesión individual a la Iglesia católica por parte de las personas procedentes de otras comunidades cristianas, cuya preparación y reconciliación no están en contraste con la iniciativa ecuménica, dado que "ambas proceden del designio admirable de Dios" (ib.).

Concluimos, por tanto, esta catequesis deseando y exhortando a todos, en la Iglesia, a conservar la unidad en las cosas necesarias y gozar de la justa libertad de búsqueda, de diálogo, de confrontación y de colaboración con los que confiesan que Jesucristo es el Señor. Todos hemos de practicar siempre la caridad, la cual sigue siendo la mejor manifestación de la voluntad de perfeccionar la expresión histórica de la unidad y de la catolicidad de la Iglesia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar a todas las personas de lengua española que participan en esta audiencia, especialmente a los participantes en el 5º Curso internacional de preparación para formadores de Seminarios y a los peregrinos mexicanos.

De España, saludo a la peregrinación de la Familia Filipense y a la de Cartagena, a la Escolanía de Guriezo, así como a los grupos parroquiales de Nueva Carreya (Córdoba), Liria (Valencia) y Consuegra y Ajofrín, de Toledo.

A todos os imparto con afecto la bendición apostólica.
 

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