Audiencia general del 25 de octubre de 1989

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 25 de octubre de 1989

 

Pentecostés revela la estructura apostólica de la Iglesia

1. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, después de la venida del Espíritu Santo, cuando los Apóstoles comenzaron a hablar en las diversas lenguas, “todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: ‘¿Qué significa esto?’ ” (Hch 2, 12). Los Hechos permiten a los lectores descubrir el significado de aquel hecho extraordinario, porque ya han descrito lo que sucedió en el Cenáculo, cuando los Apóstoles y discípulos de Cristo, hombres y mujeres, reunidos en compañía de María, su Madre, quedaron “llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 4). En este acontecimiento el Espíritu-Paráclito en sí mismo permanece invisible. A pesar de eso, es visible el comportamiento de aquellos en los cuales y a través de los cuales el Espíritu actúa. De hecho, desde el momento en que los Apóstoles salen del Cenáculo, su insólito comportamiento es notado por la multitud que acude y se reúne allí en torno a ellos. Por eso, todos se preguntan: “¿Qué significa esto?”. El autor de los Hechos no deja de añadir que entre los testigos del acontecimiento había también algunos que se burlaban del comportamiento de los Apóstoles, insinuando que probablemente estaban “llenos de mosto” (Hch 2, 13).

En aquella situación resultaba indispensable una palabra de explicación. Hacía falta una palabra que esclareciese el justo sentido de lo que acababa de acontecer: una palabra que, incluso a quienes se habían reunido fuera del Cenáculo, les hiciese conocer la acción del Espíritu Santo, experimentada por los que se encontraban allí reunidos cuando vino el Espíritu Santo.

2. Esta fue la ocasión propicia para el primer discurso de Pedro que, inspirado por el Espíritu Santo, hablando también en nombre y en comunión con los otros, puso en práctica por primera vez su función de heraldo del Evangelio, de predicador de la verdad divina, de testigo de la Palabra, y dio comienzo, se puede decir, a la misión de los Papas y de los obispos que, a lo largo de los siglos, les sucederían a él y los otros Apóstoles. “Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo” (Hch 2, 14).

En esta intervención de Pedro aparece cuál era desde el inicio la estructura apostólica de la Iglesia. Los Once comparten con Pedro la misma misión, la vocación de dar con autoridad el mismo testimonio. Pedro habla como el primero entre ellos en virtud del mandato recibido directamente de Cristo. Nadie pone en duda la tarea y el derecho que precisamente él tiene de hablar en primer lugar y en nombre de los demás. Ya en ese hecho se manifiesta la acción del Espíritu Santo, quien ―según el Concilio Vaticano II ―“guía la Iglesia..., la unifica... y la gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos” (Lumen gentium, 4).

3. Aquella intervención de Pedro en Jerusalén, en comunión con los otros Once, indica también que el primero de los deberes pastorales es el anuncio de la Palabra: la evangelización. Es lo que enseña también el Concilio Vaticano II: “Los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a su vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación cosas nuevas y viejas (cf. Mt 13, 52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tm 4, 1-4)” (Lumen gentium, 25). De igual modo “los presbíteros, como colaboradores que son de los obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios, de forma que, cumpliendo el mandato del Señor: ‘marchad por el mundo entero y llevad la buena nueva a toda criatura’ (Mc 16, 15), formen y acrecienten el Pueblo de Dios” (Presbyteriorum ordinis, 4).

4. Además, se puede también observar que, según esa página de los Hechos, para la evangelización no bastan las “intervenciones” impetuosas de un arrebato carismático. Esas intervenciones proceden del Espíritu Santo y, bajo algunos aspectos, ofrecen el primer testimonio de su acción, como hemos visto en la “glosolalia” del día del Pentecostés. Pero es indispensable también una evangelización autorizada, motivada y, cuando hace falta, “sistemática”, como sucede ya en los tiempos apostólicos y en la primera comunidad de Jerusalén con el kerygma y la catequesis, que, bajo la acción del Espíritu, permiten a las mentes descubrir en su unidad y “comprender” en su significado el plan divino de salvación. Es precisamente esto lo que sucedió el día de Pentecostés. Hacía falta que a las personas de diversas naciones, reunidas fuera del Cenáculo, se les manifestase y explicase el Acontecimiento que acababa de verificarse; hacía falta instruirlas acerca del plan salvífico de Dios, expresado en lo que había sucedido.

5. El discurso de Pedro es importante también desde este punto de vista. Precisamente por esto, antes de pasar al examen de su contenido, detengámonos un momento en la figura del que habla.

Pedro, ya en el período pre-pascual, había hecho dos veces la profesión de fe en Cristo.

Una vez, tras el anuncio eucarístico cerca de Cafarnaún, a Jesús, que, viendo alejarse a muchos de sus discípulos, había preguntado a los Apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67), Pedro había respondido con aquellas palabras de fe inspiradas desde lo alto: “Señor, ¿donde y a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69).

En otra ocasión, la profesión de fe de Pedro sucedió en las cercanías de Cesarea de Filipo, cuando Jesús preguntó a los Apóstoles: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Según Mateo, “Simón Pedro contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo’ ” (Mt 16, 15-16).

Ahora bien, el día de Pentecostés, Pedro, ya librado de la crisis de miedo que los días de la Pasión lo había llevado a la negación, profesa aquella misma fe en Cristo, reforzada por el acontecimiento pascual, y proclama abiertamente ante toda aquella gente que Cristo había resucitado” (cf. Hch 2, 24 ss.).

6. Además, tomando la palabra de ese modo, Pedro manifiesta su conciencia y la de los otros Once de que el responsable principal del testimonio y de la enseñanza de la fe en Cristo es él, aunque los Once comparten como él esa tarea y esa responsabilidad. Pedro es consciente de lo que hace cuando, con aquel primer “discurso”, ejercita su misión de maestro, que le deriva de su “oficio” apostólico.

Por otra parte, el discurso de Pedro es, en cierta manera, una prolongación de la enseñanza de Jesús mismo: como Cristo exhortaba a la fe a quienes le escuchaban, así también Pedro, aún cuando Jesús ejercía su ministerio en el período pre-pascual, ―se puede decir―, en la perspectiva de su resurrección; Pedro, en cambio, habla y actúa a la luz de la Pascua ya sucedida, que ha confirmado la verdad de la misión y del Evangelio de Cristo. El habla y actúa bajo el influjo del Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, recordando las obras y las palabras de Cristo, que arrojan luz sobre el acontecimiento mismo de Pentecostés.

7. Y, finalmente, leemos en el texto de los Hechos de los Apóstoles que “Pedro... levantó su voz y les dijo” (2, 14). Parece que aquí el autor no sólo quiere aludir a la fuerza de la voz de Pedro, sino también y sobre todo a la fuerza de convicción y a la autoridad con que tomó la palabra. Sucedía algo semejante a lo que los Evangelios narran acerca de Jesús, es decir, que cuando enseñaba a los oyentes “quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad” (Mc 1, 22; cf. también Mt 7, 29), “porque hablaba con autoridad” (Lc 4, 32).

El día de Pentecostés, Pedro y los demás Apóstoles, habiendo recibido el Espíritu de la verdad, podían con su fuerza hablar, siguiendo el ejemplo de Cristo. Desde el primer discurso, Pedro expresaba en sus palabras la autoridad de la misma verdad revelada.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora cordialmente a los peregrinos venidos de España y de América Latina. Que vuestra visita a Roma os ayude a descubrir mejor que el Papa, como Sucesor de Pedro, ejerce su misma misión docente con la asistencia del Espíritu Santo.

A todos vosotros y a vuestras familias imparto con afecto mi bendición apostólica.

 

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