Audiencia general del 24 de julio de 1991

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 24 de julio de 199

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Sí a la Iglesia

1. Estamos adentrándonos en el ciclo de catequesis dedicadas a la Iglesia. Ya hemos explicado que la profesión de esta verdad en el Símbolo presenta un carácter específico, en cuanto la Iglesia no es sólo objeto de la fe sino también su sujeto: nosotros mismos somos la Iglesia en la que confesamos creer; creemos en la Iglesia y somos al mismo tiempo Iglesia creyente y orante. Somos la Iglesia en su aspecto visible, la Iglesia que manifiesta su propia fe en su misma realidad divina y humana de Iglesia: dos dimensiones tan inseparables entre sí que, si faltara una, se anularía toda la realidad de la Iglesia, tal como la quiso y fundó Cristo.

Esta realidad divino-humana de la Iglesia está unida orgánicamente a la realidad divino-humana de Cristo mismo. La Iglesia es, en cierto sentido, la continuación del misterio de la Encarnación. Efectivamente, el apóstol Pablo decía de la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo (cfr. 1 Co 12, 27; Ef 1, 23; Col 1, 24), del mismo modo que Jesús comparaba el «todo» crístico-eclesial a la unidad de la vid con sus sarmientos (cf. Jn 15, 1-5).

De esta premisa se deduce que creer en la Iglesia, pronunciar ante ella el «sí» de aceptación de fe, es consecuencia lógica de todo el «Credo» y, en particular, de la profesión de fe en Cristo, Hombre-Dios. Es exigencia lógica interna del Credo, que debemos tener presente principalmente en nuestros días, en que muchos separan e, incluso, contraponen la Iglesia a Cristo al decir, por ejemplo, Cristo sí, Iglesia no. Esta contraposición, que no es nueva, ha sido puesta en circulación en algunos ambientes del mundo contemporáneo. Por ello, resulta útil dedicar la catequesis de hoy a un examen atento y sereno del significado de nuestro sí a la Iglesia, también en relación con la contraposición apenas mencionada.

2. Podemos admitir que esta contraposición Cristo sí, Iglesia no, nace en el terreno de la complejidad particular de nuestro acto de fe con el que decimos: «Credo Ecclesiam». Podemos preguntarnos si es legítimo incluir entre las verdades divinas el hecho de creer en una realidad humana, histórica y visible como es la Iglesia; realidad que, como todas las cosas humanas, presenta límites, imperfecciones y pecaminosidad en sus miembros, en todos los niveles de su estructura institucional, tanto entre los laicos como entre los eclesiásticos, incluso entre nosotros, los pastores de la Iglesia; nadie está exento de esta triste herencia de Adán.

Pero debemos constatar que Jesucristo mismo, cuando eligió a Pedro como «piedra sobre la que edificar su Iglesia» (cf. Mt 16, 18), quiso que nuestra fe en la Iglesia afrontara y superara estas dificultades. Se sabe por el Evangelio, que refiere las mismas palabras de Jesús, qué imperfecta y frágil desde el punto de vista humano era la roca elegida, tal como Pedro demostró en el momento de la gran prueba. Así y todo, el Evangelio mismo nos atestigua que la triple negación de Pedro, poco después de haber prometido fidelidad al Maestro, no hizo que Cristo anulara su elección (cf. Lc 22, 32; Jn 21, 15-17). Por el contrario, se puede notar que Pedro alcanza una nueva madurez a través de la contrición por su pecado, de manera que, después de la resurrección de Cristo, puede compensar su triple negación con la triple confesión: «Señor, tú sabes que te quiero» (cf. Jn 21, 15), y puede recibir de Cristo resucitado la triple confirmación de su mandato de pastor de la Iglesia: «Apacienta mis corderos» (Jn 21, 15-17). Pedro dio, luego, muestras de amar a Cristo «más que los otros» (cf. Jn 21, 15), sirviendo a la Iglesia según su mandato de apostolado y de gobierno, hasta la muerte por martirio, que fue su testimonio definitivo para la edificación de la Iglesia.

Reflexionando sobre la vida y muerte de Simón Pedro, es más fácil pasar de la contraposición Cristo sí, Iglesia no a la convicción Cristo sí, Iglesia sí, como prolongación del sí a Cristo.

3. La lógica del misterio de la Encarnación ―sintetizada en ese «sí a Cristo»― comporta la aceptación de todo lo que en la Iglesia es humano, por el hecho de que el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana en solidaridad con la naturaleza contaminada por el pecado en la estirpe de Adán. Aún siendo en absoluto sin pecado, cargó con el pecado de la humanidad: Agnus Dei qui tollit peccata mundi. El Padre «lo hizo pecado por nosotros», escribía el apóstol Pablo en la segunda carta a los Corintios (5, 21). Por eso, la pecaminosidad de los cristianos ―de quienes se dice, a veces con razón, que «no son mejores que los demás»―, la pecaminosidad de los mismos eclesiásticos, no debe originar una actitud farisaica de separación y rechazo; al contrario, debe impulsarnos hacia una aceptación más generosa y confiada de la Iglesia, hacia un más convencido y meritorio en su favor, porque sabemos que precisamente en la Iglesia y mediante la Iglesia esta pecaminosidad se transforma en objeto de la potencia divina de la redención, bajo la acción del amor que hace posible y realiza la conversión del hombre, la justificación del pecador, el cambio de vida y el progreso en el bien, a veces hasta el heroísmo, es decir, hasta la santidad. ¿Cómo negar que la historia de la Iglesia está llena de ejemplos de pecadores convertidos y de penitentes, que, habiendo vuelto a Cristo, lo siguieron fielmente hasta el fin?

Una cosa es cierta: el camino que Jesucristo ―y la Iglesia con él― propone al hombre está sembrado de exigencias morales que comprometen a realizar el bien hasta el extremo del heroísmo. Es necesario, por ello, estar atento al hecho de que cuando se pronuncie un «no a la Iglesia» en realidad no se intente escapar a esas exigencias. En este caso, más que en cualquier otro, el «no a la Iglesia» equivaldría a un «no a Cristo». Por desgracia, la experiencia dice que muchas veces es así.

Por otra parte, no se puede menos de observar que, si la Iglesia ―a pesar de todas las debilidades humanas y los pecados de sus miembros― permanece fiel a Cristo en el conjunto de sus fieles y hace que muchos de sus hijos, que han faltado a su compromiso bautismal, vuelvan a Cristo, esto acaece gracias al «poder desde lo alto» (cf. Lc 24, 49), el Espíritu Santo, que la anima y la guía en su peligroso camino a lo largo de la historia.

4. Pero debemos agregar que el «no a la Iglesia» no se basa, a veces, en los defectos humanos de los miembros de la Iglesia, sino en el principio general del rechazo a la mediación. En realidad, hay gente que, aún admitiendo la existencia de Dios, quiere establecer con él contactos exclusivamente personales, sin aceptar ninguna mediación entre su propia conciencia y Dios; de ahí que lo primero que rechace sea la Iglesia.

De todas formas, no olvidemos que la valoración de la conciencia es también una preocupación de la Iglesia que, tanto en el orden moral como en el plano más específicamente religioso, se considera como portavoz de Dios para el bien del hombre y, por eso, esclarecedora, formadora y servidora de la conciencia humana. Su cometido es el de favorecer el acceso de las inteligencias y de las conciencias a la verdad de Dios que se reveló en Cristo, quien confió a los Apóstoles y a la Iglesia este ministerio, esta diaconía de la verdad en la caridad. Toda conciencia animada por un amor sincero a la verdad no puede menos de desear saber y, por consiguiente, escuchar ―por lo menos esto― lo que el Evangelio predicado por la Iglesia dice al hombre para su bien.

5. Con todo, a menudo el problema del o del no a la Iglesia se complica precisamente en este punto, porque se niega la misma mediación de Cristo y de su Evangelio. Se trata de un no a Cristo, más que a la Iglesia. Quien se considera cristiano, y quiere serlo, tiene que tener muy presente este hecho. No puede ignorar el misterio de la Encarnación, por el que Dios mismo concedió al hombre la posibilidad de establecer un contacto con él sólo mediante Cristo, Verbo encarnado, de quien dice san Pablo: «Hay (...) un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tim 2, 5). Y tampoco puede ignorar que, desde los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles predicaban que «no hay bajo el cielo otro nombre [fuera de Cristo] dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Ni puede olvidar que Cristo instituyó la Iglesia como una comunidad de salvación, en la que se prolonga hasta el fin de los tiempos su mediación salvífica en virtud del Espíritu Santo que él envió. El cristiano sabe que, conforme a la voluntad de Dios, el hombre ―que como persona es un ser social― está llamado a actuar su relación con él en la comunidad de la Iglesia. Y sabe que no es posible separar la mediación de la Iglesia, la cual participa en la función de Cristo como mediador entre Dios y los hombres.

6. Por último, no podemos ignorar que el «no a la Iglesia» muchas veces tiene raíces más profundas, ya sea en los individuos, ya sea en los grupos humanos y en los ambientes ―sobre todo en ciertos sectores de cultura verdadera o supuesta―, en los que no es difícil, hoy por hoy, y quizá más que en otros tiempos, tropezar con actitudes de rechazo o, incluso, de hostilidad. Se trata, en el fondo, de una psicología caracterizada por la voluntad de autonomía total, que nace del sentido de autosuficiencia personal o colectiva, por medio del cual el hombre se considera independiente del Ser sobrehumano, a quien se propone ―o también se descubre en la interioridad― como autor y señor de la vida, de la ley fundamental, del orden moral y, por tanto, como fuente de distinción entre el bien y el mal. Hay quien pretende establecer por sí mismo lo que es bueno o malo y, en consecuencia, rehúsa ser dirigido desde fuera, ya sea por un Dios trascendente, ya por una Iglesia que lo representa en la tierra.

Esta posición proviene generalmente de una gran ignorancia de la realidad. Se concibe a Dios como enemigo de la libertad humana, como patrón tiránico; por el contrario, precisamente él ha creado la libertad y es el amigo más auténtico. Sus mandamientos no tienen otra finalidad que la de ayudar a los hombres a que eviten la esclavitud peor y más vergonzosa, la inmoralidad, y favorecer el desarrollo de la libertad verdadera. Sin una relación de confianza con Dios, la persona humana no puede realizar plenamente su propio crecimiento espiritual.

7. No tenemos por qué maravillarnos al observar que una actitud de autonomía radical produce fácilmente una forma de sometimiento peor que el temido por la «heteronomía», esto es, la dependencia de las opiniones de los demás, de los vínculos ideológicos y políticos, de las presiones sociales, o de las propias inclinaciones y pasiones. ¡Cuántas veces quien cree ser independiente y se gloría de ser un hombre libre de cualquier forma de esclavitud, está sometido a la opinión pública y a la otras formas antiguas y nuevas de dominio del espíritu humano! Es fácil comprobar que el intento de prescindir de Dios, o la pretensión de prescindir de la mediación de Cristo y de la Iglesia, tiene un precio muy alto. Era necesario concentrar la atención en este problema para terminar nuestra introducción al ciclo de catequesis eclesiológicas que ahora comenzaremos. Repitamos hoy una vez más: «sí a la Iglesia», precisamente en virtud de nuestro «sí a Cristo».

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a las Hermanas Franciscanas del Espíritu Santo y a las Misioneras del Corazón de María, que celebran su Capítulo General. Os encomiendo al Señor para que os ilumine en vuestras reuniones y seáis siempre testimonios vivos de consagración a Dios y a la Iglesia.

Saludo igualmente al grupo de Profesores y alumnos de la Facultad Teológica “San Vicente Ferrer”, de Valencia, y a los numerosos peregrinos provenientes de México.

A todos bendigo de corazón.

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