Audiencia general del 23 de abril de 1980

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 23 de abril de 1980

 

El pecado de adulterio

1. Recordemos las palabras del sermón de la montaña, a las que hicimos referencia en el presente ciclo de nuestras reflexiones del miércoles: “Habéis oído —dice el Señor— que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).

El hombre, al que se refiere Jesús aquí, es precisamente el hombre “histórico”, ése cuyo “principio” y “prehistoria teológica” hemos hallado en la precedente serie de análisis. Directamente, se trata del que escucha con sus propios oídos el sermón de la montaña. Pero se trata también de todo otro hombre, situado frente a ese momento de la historia, tanto en el inmenso espacio del pasado, como en el igualmente amplio del futuro. A este “futuro”, con relación al sermón de la montaña, pertenece también nuestro presente, nuestra contemporaneidad. Este hombre es, en cierto sentido, “cada” hombre, “ cada uno” de nosotros. Lo mismo el hombre del pasado, que el hombre del futuro puede ser el que conoce el mandamiento positivo “no adulterarás” como “contenido de la ley” (cf. Rom 2, 22-23), pero puede ser igualmente el que, según la Carta a los Romanos, tiene este mandamiento solamente “escrito en (su) corazón” (Rom 2, 15)[1]. A la luz de las reflexiones desarrolladas precedentemente, se trata del hombre que desde su “principio” ha adquirido un sentido preciso del significado del cuerpo, ya antes de atravesar “los umbrales” de sus experiencias históricas, en el misterio mismo de la creación, dado que emerge de él “como varón y mujer” (Gén 1, 27). Se trata del hombre histórico, que al “principio” de su aventura terrena se encontró “dentro” el conocimiento del bien y del mal, al romper la Alianza con su Creador. Se trata del hombre-varón que “conoció (a la mujer) su mujer” y la “conoció” varias veces, y ella “concibió y parió” (cf. Gén 4, 1-2), en conformidad con el designio del Creador, que se remontaba al estado de inocencia originaria (cf. Gén 1, 28; 2, 24).

2. En su sermón de la montaña, Cristo se dirige, especialmente con las palabras de Mt 5, 27-28, precisamente a ese hombre. Se dirige al hombre de un determinado momento de la historia y, a la vez, a todos los hombres que pertenecen a la misma historia humana. Se dirige, como ya hemos comprobado, al hombre “interior”. Las palabras de Cristo tienen un explícito contenido antropológico; tocan esos significados perennes, por medio de los cuales se constituye la antropología “adecuada”. Estas palabras mediante su contenido ético, constituyen simultáneamente esta antropología, y exigen, por decirlo así, que el hombre entre en su plena imagen. El hombre que es “carne”, y que como varón está en relación, a través de su cuerpo y sexo, con la mujer (efectivamente, esto indica también la expresión “no adulterarás”), debe, a la luz de estas palabras de Cristo, encontrarse en su interior, en su “corazón”[2]. El “corazón” es esta dimensión de la humanidad, con la que está vinculado directamente el sentido del significado del cuerpo humano, y el orden de este sentido. Se trata aquí, tanto de ese significado que en los análisis precedentes hemos llamado “esponsalicio”, como del que hemos denominado “generador”. Y, ¿de qué orden se trata?

3. Esta parte de nuestras consideraciones debe dar una respuesta precisamente a esta pregunta, una respuesta que llega no sólo a las razones éticas, sino también a las antropológicas; efectivamente, están en relación recíproca. Por ahora, preliminarmente, es preciso establecer el significado del texto de Mt 5, 27-28, el significado de las expresiones usadas en él y su relación recíproca. El adulterio, al que se refiere directamente el citado mandamiento, significa la infracción de la unidad, mediante la cual el hombre y la mujer, solamente como esposos, pueden unirse tan estrechamente, que vengan a ser “una sola carne” (Gén 2, 24). El hombre comete adulterio, si se une de ese modo con una mujer que no es su esposa. También comete adulterio la mujer, si se une de ese modo con un hombre que no es su marido. Es necesario deducir de esto que “el adulterio en el corazón”, cometido por el hombre cuando “mira a una mujer deseándola”, significa un acto interior bien definido. Se trata de un deseo, en este caso, que el hombre dirige hacia una mujer que no es su esposa, para unirse con ella como si lo fuese, esto es —utilizando una vez más las palabras del Gén 2, 24—, de tal manera que “los dos sean una sola carne”. Este deseo, como acto interior, se expresa por medio del sentido de la vista, es decir, con la mirada, como en el caso de David y Betsabé, para servirnos de un ejemplo tomado de la Biblia (cf. 2 Sam 11, 2)[3]. La relación del deseo con el sentido de la vista ha sido puesto particularmente de relieve en las palabras de Cristo.

4. Estas palabras no dicen claramente si la mujer —objeto del deseo— es la esposa de otro, o sencillamente la mujer del hombre que la mira de ese modo. Puede ser esposa de otro, o también no casada. Más bien, es necesario intuirlo, basándonos sobre todo en la expresión que define precisamente adulterio lo que el hombre cometió “en su corazón” con la mirada. Es preciso deducir correctamente de esto que una tal mirada de deseo dirigida a la propia esposa no es adulterio “en el corazón”, precisamente porque el correspondiente acto interior del hombre se refiere a la mujer que es su esposa, con la que no puede cometerse el adulterio. Si el acto conyugal como acto exterior, en el que “los dos se unen de modo que vienen a ser una sola carne”, es lícito en la relación del hombre en cuestión con la mujer que es su esposa, análogamente está conforme con la ética también el acto interior en la misma relación.

5. No obstante, ese deseo que indica la expresión acerca de “todo el que mira a una mujer, deseándola”, tiene una propia dimensión bíblica y teológica, que aquí no podemos menos de aclarar. Aún cuando esta dimensión no se manifiesta directamente en esta única expresión concreta de Mt 5, 27-28, sin embargo está profundamente arraigada en el contexto global, que se refiere a la revelación del cuerpo. Debemos remontarnos a este contexto, a fin de que la apelación de Cristo “al corazón”, al hombre interior, resuene en toda la plenitud de su verdad. La citada enunciación del sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27-28) tiene fundamentalmente un carácter indicativo. El que Cristo se dirija directamente al hombre como a aquel que “mira a una mujer, deseándola”, no quiere decir que estas palabras, en su sentido ético, no se refieran también a la mujer. Cristo se expresa así para ilustrar con un ejemplo concreto cómo es preciso comprender “el cumplimiento de la ley”, según el significado que le ha dado Dios-Legislador, y además cómo conviene entender esa “sobreabundancia de la justicia” en el hombre, que observa el sexto mandamiento del Decálogo. Al hablar de este modo, Cristo quiere que no nos detengamos en el ejemplo en sí mismo, sino que penetramos también en el pleno sentido ético y antropológico del enunciado. Si éste tiene un carácter indicativo, significa que, siguiendo sus huellas, podemos llegar a comprender la verdad general sobre el hombre “histórico”, válida también para la teología del cuerpo. Las ulteriores etapas de nuestras reflexiones tendrán la finalidad de acercarnos a comprender esta verdad.

Notas

[1] De este modo el contenido de nuestras reflexiones quedaría ubicado en cierto sentido en el terreno de la “ley natural”. Las palabras de la Carta a los Romanos (2, 15) citadas, han sido consideradas siempre, en la Revelación, como fuente de confirmación para la existencia de la ley natural. Así, el concepto de la ley natural adquiere también un significado teológico.

Cf., entre otros, D. Composta, Teologia del diritto naturale, status quaestionis, Brescia 1972 (Ed. Civiltà), págs. 7-22, 41-53; J. Fuchs, s.j., Lex naturae. Zur Theologie des Naturrechts, Düsseldorf 1955, págs. 22-30, E. Hamel, s.j. Loi naturelle et loi du Christ, Brujas” París 1964 (Desclée de Brouwer), pág. 18: A. Sacchi, “La legge naturale nella Bibbia”, en: La legge naturale. Le relazioni del Convegno dei teologi moralisti dell’Italia settentrionale (11-13 septiembre 1969), Bolonia 1970 (Ed. Dehoniana), pág. 53; F. Böckle, “La ley natural y la ley cristiana”, ib, págs. 214-215; A. Feuillet, “Le fondement de la morale ancienne et chrétienne d’apres l’Epître aux Romains”, Revue Thomiste 78 (1970), págs. 357-386, Th. Herr, Naturrecht aus der kritischen Sicht des Neuen Testaments, Munich 1976 (Schöningh), págs. 155-164.

[2] “The typically Hebraic usage reflected in the New Testament implies an understand ing of man as unity of thought, will and feeling. (...) It depicts man as a whole, viewed from his intentionality, the heart as the center of man is thought of as source of will, emotion, thoughts and aflections.

This traditional Judaic conception was related by Paul to Hellenistic categories, such as “mind”, “attitude”, “thoughts” and “desires”. Such a co-ordination between the Judaic and Hellenistic categories is found la Ph 1, 7; 4, 7; Rom 1, 21. 24, where “heart” is thought of as center from which these things flow (R. Jewett, Paul’s Anthoprological Terms. A. Study of their Use in Conflict Settings, Leiden 1971 [Brill], pág. 448).

“Das Herz... ist die verborgene, inwendige Mitte und Wurzel des Menschen und damit seiner Welt..., der unergründliche Grund und die lebendige Kraft aller Daseinserfahrung und -entscheidung” (H. Schlier, Das Menschenherz nach dem Apostel Paulus, en: Lebendiges Zeugnis, 1965, pág. 123).

Cf. también F. Baumgärtel -J. Behm, “Kardía”, en: Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, II, Stuttgart 1933 (Kohlhammer), págs. 609-616.

[3] Este es quizá el más conocido; pero en la Biblia se pueden encontrar otros ejemplos parecidos (cf. Gén 34, 2; Jue 14, 1; 16, 1).

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