Audiencia general del 22 de agosto de 1979

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 22 de agosto de 1979

1. Nuestro pensamiento se dirige, en estos días de agosto, a los acontecimientos que, el año pasado, tuvieron lugar precisamente en este mes. El sábado, 12 de agosto, la Iglesia Romana, la ciudad y todo el mundo daban el último adiós al gran Papa Pablo VI, cuyos restos mortales fueron sepultados cerca de los de Juan XXIII; y los cardenales reunidos en Roma comenzaban los preparativos del Cónclave, fijado para el 26 de agosto. También era sábado. Por primera vez un Colegio tan numeroso y diverso se disponía a elegir un nuevo sucesor de San Pedro. Una gran parte de los electores, exactamente 100, participaban por vez primera en la elección del Papa, mientras que los 11 restantes ya habían tomado parte en otras. Sin embargo fue suficiente un solo día, el 26 de agosto, para que Roma y el mundo recibiesen aquella misma tarde la noticia de la elección. Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam, comunicaba hacia las 18 el cardenal Protodiácono desde la logia de la basílica.

El nuevo Papa eligió dos nombres: Juan-Pablo. Recuerdo bien aquel momento, cuando, en la Capilla Sixtina, expresó su voluntad: "Quiero llevar los nombres de Juan y de Pablo". Esta decisión tenía una elocuencia convincente. Personalmente me pareció una decisión carismática.

Así, pues, el sábado 26 de agosto, día dedicado a la Madre de Dios (en Polonia se celebra en este día la fiesta de la Virgen Negra de Jasna Góra, es decir, Claro Monte) se presentó a nosotros el Papa Juan Pablo I. Y fue acogido con gran júbilo por Roma y por la Iglesia. En esta alegría espontánea había gratitud al Espíritu Santo porque, de modo tan visible, había dirigido los corazones de los electores y, contra todos los cálculos y previsiones humanas, "mostraba al que Él mismo había escogido" (cf. Act 1, 24). Y esta gran alegría y gratitud de la Iglesia ni siquiera fue turbada por la repentina muerte del Papa Juan Pablo I. Sólo durante 33 días había ejercido su ministerio pastoral en la cátedra romana, a la que había sido mostrado más bien que dado, ostensus magis quam datus, palabras que fueron dichas con ocasión de la muerte de León XI, también repentina.

2. El pontificado de Juan Pablo I, a pesar de durar menos de 5 semanas, ha dejado, sin embargo, una impronta especial en la sede romana y en la Iglesia universal. Quizá esta impronta no esté aún delineada del todo: pero se percibe claramente. Para descifrarla hasta el fondo es necesaria una perspectiva más amplia. Sólo con el correr de los años se hacen más comprensibles los designios de la Providencia para las mentes habituadas a juzgar solamente según las categorías de la historia humana. Pero hay un momento de este breve pontificado que parece especialmente elocuente para todos los que se han fijado en la figura de Juan Pablo I y han seguido con atención su breve actividad. Esta se desarrolló en un período en el que —después de la clausura del Sínodo de los Obispos dedicado a la catequesis (octubre 1977)— la Iglesia comenzaba a asimilar los frutos de este gran trabajo colegial y, sobre todo, esperaba la publicación del correspondiente documento, que los participantes en el Sínodo habían pedido a Pablo VI. Desgraciadamente la muerte no permitió a este gran Papa publicar su exhortación sobre ese tema clave para la vida de toda la Iglesia. Tampoco Juan Pablo I tuvo tiempo de hacerlo. En efecto, fue demasiado breve su ministerio pontificio.

Aunque no llegara a publicar el documento dedicado a la catequesis, sin embargo ha logrado, realmente ha logrado manifestar y confirmar con las propias acciones que la catequesis es la tarea fundamental e insustituible del apostolado y de la pastoral, a cuyo desarrollo todos deben contribuir y de la que todos en la Iglesia deben sentirse responsables: en primer lugar el Papa. Juan Pablo I no pudo promulgar con su propio nombre el documento de que hablamos; sin embargo tuvo tiempo de demostrar y afirmar con el propio ejemplo lo que es y lo que debe ser la catequesis en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo. Para esto fueron suficientes los 33 días de su pontificado.

Y cuando, en breve, aparezca el documento dedicado a la catequesis, será necesario recordar para siempre que todo el singular pontificado de Juan Pablo I, "ostensus magis quam datus", ha sido principalmente un comentario vivo a este documento y a este tema. Se puede decir que el testamento del Papa está constituido por este documento sobre la catequesis. En efecto, él no ha dejado otro testamento.

3. El domingo, 26 de agosto, —en la fecha del primer aniversario de la elección de Juan Pablo I a la cátedra de San Pedro— quiero ir a su pueblo natal, Canale d'Agordo, en la diócesis de Belluno.

Lo hago por necesidad de mi corazón.

Lo hago también para rendir homenaje a mi inmediato predecesor (de quien he heredado el nombre) y a ese pontificado, a través del cual nos habla una verdad que es mayor que la verdad humana. La Iglesia viviente en la tierra: en Roma y en todo el mundo ha sido iluminada por esta verdad que supera a la humana y que ninguna historia puede abarcar y expresar, verdad, sin embargo, que ha sido expresada con gran fuerza en el Evangelio del Señor: "El tiempo es corto" (1 Cor 7, 29)... "Sí, vengo pronto" (Ap 22, 20).

Decididamente parece que el pontificado de Juan Pablo I se puede resumir en esta única frase: "Ven, Señor Jesús" "Marana tha" (Ap 22, 20). El Padre Eterno la ha juzgado la más necesaria para la Iglesia y el mundo: para cada uno de nosotros y para todos sin excepción alguna. Y en esta frase debemos detenernos, mientras se acerca el aniversario de la elección y, poco después, de la muerte del Papa Juan Pablo I, siervo de los siervos de Dios.

 

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