Audiencia general del 21 de octubre de 1981

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 21 de octubre de 1981

1. También hoy, en este grato encuentro con vosotros, queridos hermanos y hermanas, quiero hablar de nuevo sobre el evento del 13 de mayo pasado. Hablo de él nuevamente para recordar lo que ya fue pronunciado ese día ante Cristo, que es Maestro y Redentor de nuestras almas, y que fue dicho en voz alta y públicamente, el domingo siguiente, 17 de mayo, en la oración del Regina caeli.

He aquí lo palabras que hoy no sólo cito, sino que repito también, para expresar la verdad contenida en ellas, que hoy lo mismo que entonces es la verdad de mi alma, de mi corazón y de mi conciencia:

“Amadísimos hermanos y hermanas: Sé que estos días, especialmente en esta hora del ‘Regina caeli’, estáis unidos a mí. Emocionado, os doy las gracias por vuestras oraciones y os bendigo a todos. Me siento particularmente cercano a las dos personas que resultaron heridas juntamente conmigo. Rezo por el hermano que me ha herido, al cual he perdonado sinceramente. Unido a Cristo, sacerdote y víctima, ofrezco mis sufrimientos por la Iglesia y por el mundo. A Ti, María, te digo de nuevo: ‘Totus tuus ego sum’”.

2. ¡El perdón! Cristo nos ha enseñado a perdonar. Muchas veces y de varios modos Él ha hablado de perdón. Cuando Pedro le preguntó cuántas veces habría de perdonar a su prójimo, “¿hasta siete veces?”. Jesús contestó que debía perdonar “hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21 s.). En la práctica, esto quiere decir siempre: efectivamente, el número «setenta” por “siete” es simbólico, y significa, más que una cantidad determinada, una cantidad incalculable, infinita. Al responder a la pregunta sobre cómo es necesario orar, Cristo pronunció aquellas magníficas palabras dirigidas al Padre: “Padre nuestro que estás en los cielos”; y entre las peticiones que componen esta oración, la última habla del perdón: “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros las perdonamos” a quienes son culpables con relación a nosotros (“a nuestros deudores”). Finalmente, Cristo mismo confirmó la verdad de estas palabras en la cruz, cuando, dirigiéndose al Padre, suplicó: “¡Perdónalos!”, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 32, 34).

“Perdón” es una palabra pronunciada por los labios de un hombre, al que se le habla hecho mal. Más aún, es la palabra del corazón humano. En esta palabra del corazón cada uno de nosotros se esfuerza por superar la frontera de la enemistad, que puede separarlo del otro, trata de reconstruir el interior espacio de entendimiento, de contacto, de unión. Cristo nos ha enseñado con la palabra del Evangelio y, sobre todo, con el propio ejemplo, que este espacio se abre no sólo ante el otro hombre sino, a la vez, ante Dios mismo. El Padre, que es Dios de perdón y de misericordia, desea actuar precisamente en este espacio del perdón humano, desea perdonar a aquellos que son capaces de perdonar recíprocamente, a los que tratan de poner en práctica estas palabras: “Perdónanos... como nosotros perdonamos”.

El perdón es una gracia, en la que se debe pensar con humildad y gratitud profundas. Es un misterio del corazón humano, sobre el cual es difícil explayarse. Sin embargo, quisiera detenerme sobre cuanto he dicho. Lo he dicho porque está estrechamente ligado al evento del 13 de mayo, en su conjunto.

3. Durante los tres meses que he pasado en el hospital, frecuentemente me venía a la memoria aquel pasaje del libro del Génesis, que todos conocemos bien:

“Fue Abel pastor y Caín labrador; y al cabo del tiempo hizo Caín ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra, y se la hizo también Abel de los primogénitos de su ganado, de lo mejor de ellos; y agradase Yavé de Abel y su ofrenda, pero no de Caín y la suya. Se enfureció Caín y andaba cabizbajo; y Yavé le dijo: ¿Por qué estás enfurecido y por qué andas cabizbajo? ¿No es verdad que, si obraras bien, andarías erguido, mientras que, si no obras bien, estará el pecado a la puerta? Cesa, que él siente apego a ti y tú debes dominarle a él”.

“Dijo Caín a Abel, su hermano: Vamos al campo. Y cuando estuvieron en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le mató. Preguntó Yavé a Caín: ¿Dónde está tu hermano? Contestóle: No sé. ¿Soy acaso el guarda de mi hermano? ¿Qué has hecho?, - le dijo Él -. La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra...” (Gén 4, 2-10).

4. Me venía frecuentemente a la memoria, durante mis meditaciones en el hospital, este texto antiquísimo, el cual habla del primer atentado del hombre contra la vida del hombre - del hermano contra la vida del hermano -.

Así, pues, durante el tiempo en que el hombre atentó contra mi vida, era procesado y cuando recibía la sentencia, yo pensaba en el relato de Caín y Abel, que bíblicamente expresa el “comienzo” del pecado contra la vida del hombre. En nuestro tiempo, cuando este pecado contra la vida del hombre ha vuelto de nuevo y de un nuevo modo amenazador, mientras tantos hombres inocentes perecen a manos de otros hombres, la descripción bíblica se hace particularmente elocuente. Resulta aún más completa, aún más perturbadora del mandamiento mismo “No matarás”. Este mandamiento pertenece al Decálogo, que Moisés recibió de Dios y que, al mismo tiempo, está escrito en el corazón del hombre como ley interior del orden moral para todo el comportamiento humano. ¿Acaso no nos habla todavía más de la prohibición absoluta de “no matar” esa pregunta de Dios dirigida a Caín: “¿Dónde está tu hermano?”. Y apurando la respuesta evasiva de Caín, “¿Soy acaso el guarda de mi hermano?”, sigue la otra pregunta divina: “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra”.

5. Cristo nos ha enseñado a perdonar. El perdón es indispensable también para que Dios pueda plantear a la conciencia humana los interrogantes sobre los que espera respuesta en toda la verdad interior.

En este tiempo, cuando tantos hombres inocentes perecen a manos de otros hombres, parece imponerse una necesidad especial de acercarse a cada uno de los que matan, acercarse con el perdón en el corazón y, al mismo tiempo, con la misma pregunta que Dios, Creador y Señor de la vida humana, hizo al primer hombre que había atentado contra la vida del hermano y se la habla quitado, había quitado lo que es propiedad sólo del Creador y del Señor de la vida.

Cristo nos ha enseñado a perdonar. Enseñó a Pedro a perdonar “hasta setenta veces siete” (Mt 8, 22). Dios mismo perdona cuando el hombre responde a la pregunta dirigida a su conciencia y a su corazón, con toda la verdad inferior de la conversión.

Dejando a Dios mismo el juicio y la sentencia en su dimensión definitiva, no cesemos de pedir: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

Saludos

Saludo cordialmente a todas  las personas, familias y grupos de lengua española aquí presentes, manifestándoles a la vez mi profunda benevolencia y aprecio por su visita.

Refiriéndome a los acontecimientos del pasado 13 de mayo, quiero repetir hoy la misma palabra de perdón que ya pronuncié el día 17 del mismo año. Sí, perdono al hermano que me hirió, como Cristo nos enseña a perdonar. Sólo así superamos las barreras de la enemistad y construimos espacios de entendimiento, de amor fraterno, en en un tiempo en el que se cometen tantos atentados contra vida del hombre, de la que sólo Dios es dueño. Dejemos a Él el juicio definitivo y sepamos perdonar. Con mi bendición apostólica.

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