Audiencia general del 1 de junio de 1988

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de junio de 1988

La misión de Cristo
El Hijo unigénito que revela al Padre

1. "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo..." (Heb 1, 1 ss.). Con estas palabras, bien conocidas por los fieles, gracias a la liturgia navideña, el autor de la Carta a los Hebreos habla de la misión de Jesucristo, presentándola sobre el fondo de la historia de la Antigua Alianza. Hay, por un lado, una continuidad entre la misión de los Profetas y la misión de Cristo; por otro lado, sin embargo, salta enseguida a la vista una clara diferencia. Jesús no es sólo el último o el más grande entre los Profetas: el Profeta escatológico como era llamado y esperado por algunos. Se distingue de modo esencial de todos los antiguos Profetas y supera infinitamente el nivel de su personalidad y de su misión. Él es el Hijo del Padre, el Verbo-Hijo, consubstancial al Padre.

2. Esta es la verdad clave para comprender la misión de Cristo. Si Él ha sido enviado para anunciar la Buena Nueva (el Evangelio) a los pobres, si junto con Él "ha llegado a nosotros" el reino de Dios, entrando de modo definitivo en la historia del hombre, si Cristo es el que da testimonio de la verdad contenida en la misma fuente divina, como hemos visto en las catequesis anteriores, podemos ahora extraer del texto de la Carta a los Hebreos que acabamos de mencionar, la verdad que unifica todos los aspectos de la misión de Cristo: Jesús revela a Dios del modo más auténtico, porque está fundado en la única fuente absolutamente segura e indudable: la esencia misma de Dios. El testimonio de Cristo tiene, así, el valor de la verdad absoluta.

3. En el Evangelio de Juan encontramos la misma afirmación de la Carta a los Hebreos, expresada de modo más conciso. Leemos al final del prólogo: "A Dios nadie le ha visto jamás. El Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1, 18).

En esto consiste la diferencia esencial entre la revelación de Dios que se encuentra en los Profetas y en todo el Antiguo Testamento y la que trae Cristo, que dice de Sí mismo: "Aquí hay algo más que Jonás" (Mt 12, 41). Para hablar de Dios está aquí Dios mismo, hecho hombre: "El Verbo se hizo carne" (cf. Jn 1, 14). Aquel Verbo que "está en el seno del Padre" (Jn 1, "8) se convierte en "la luz verdadera" (Jn 1, 9), "la luz del mundo" (Jn 8, 12). El mismo dice de Sí: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6).

4. Cristo conoce a Dios como el Hijo que conoce al Padre y al mismo tiempo, es conocido por Él: "Como me conoce el Padre (ginoskei) y yo conozco a mi Padre...", leemos en el Evangelio de Juan (Jn 10, 15), y casi idénticamente en los Sinópticos: "Nadie conoce bien al Hijo (epiginoskei) sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27; cf. Lc 10, 22).

Por tanto, Cristo, el Hijo, que conoce al Padre, revela al Padre. Y, al mismo tiempo, el Hijo es revelado por el Padre. Jesús mismo, después de la confesión de Cesarea de Filipo, lo hace notar a Pedro, quien lo reconoce como "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). "No te lo ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17).

5. Si la misión esencial de Cristo es revelar al Padre, que es "nuestro Dios" (cf. Jn 20, 17) al propio tiempo Él mismo es revelado por el Padre como Hijo. Este Hijo "siendo una sola cosa con el Padre" (cf. Jn 10, 30), puede decir: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). En Cristo, Dios se ha hecho "visible": en Cristo se hace realidad la "visibilidad" de Dios. Lo ha dicho concisamente San Ireneo: "La realidad invisible del Hijo era el Padre y la realidad visible del Padre era el Hijo" (Adv. haer., IV, 6, 6).

Así, pues, en Jesucristo, se realiza la autorrevelación de Dios en toda su plenitud. En el momento oportuno se revelará luego el Espíritu que procede del Padre (cf. Jn 15, 26), y que el Padre enviará en el nombre del Hijo (cf. Jn 14, 26).

6. A la luz de estos misterios de la Trinidad y de la Encarnación, alcanza su justo significado la bienaventuranza proclamada por Jesús a sus discípulos: "¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron" (Lc 10, 23-24).

Casi un vivo eco de estas palabras del Maestro parece resonar en la primera Carta de Juan: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida -pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna...-, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 1-3). En el prólogo de su Evangelio, el mismo Apóstol escribe: "... y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).

7. Con referencia a esta verdad fundamental de nuestra fe, el Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Divina Revelación, dice: "La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre, que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda revelación" (Dei Verbum, 2). Aquí tenemos toda la dimensión de Cristo-Revelación de Dios, porque esta revelación de Dios es al propio tiempo la revelación de la economía salvífica de Dios con respecto al hombre y al mundo. En ella, como dice San Pablo a propósito de la predicación de los Apóstoles, se trata de "esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde siglos en Dios, creador de todas las cosas" (Ef 3, 9). Es el misterio del plan de la salvación que Dios ha concebido desde la eternidad en la intimidad de la vida trinitaria, en la cual ha contemplado, querido, creado y "re-creado" las cosas del cielo y de la tierra, vinculándolas a la Encarnación y, por eso, a Cristo.

8. Recurramos una vez más al Concilio Vaticano II, donde leemos: "Jesucristo, Palabra hecha carne, 'hombre enviado a los hombres', 'habla las palabras de Dios' (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4)...". Él, "con su presencia y manifestaciones, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino, a saber: que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna.

"La economía cristiana, por ser a alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1 Tim 6, 14 y Tit 2, 13)" (Dei Verbum, 4).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar a los numerosos peregrinos de América Latina y España, presentes en esta Audiencia.

De modo especial quiero saludar al grupo de sacerdotes claretianos llegados de diversas partes del mundo para un curso de renovación, a las peregrinaciones de la Arquidiócesis de Hermosillo (México), a las formadas por la familia salesiana de Santo Domingo; Uruguay y Costa Rica, así como a las representaciones del Colegio Médico de Sevilla y del Centro Tahanan –de inmigrantes filipinos–, con sede en Madrid. Os invito, como fruto de vuestra presencia en Roma, a caminar según el Espíritu, guía de la Iglesia, para que podáis comprender el significado de las palabras de Cristo que son “camino, verdad y vida”.

En esta circunstancia me complace también bendecir la puerta realizada para la Basílica de Nuestra Señora de Altagracia en Higüey (República Dominicana).

Amadísimos hijos, esta puerta que sea para todos vosotros, a través de un fiel seguimiento de Cristo, la verdadera “Janua caeli”: puerta del cielo, por mediación de la Virgen María a la que tanto queréis y veneráis.

A todos imparto con afecto mi bendición apostólica.

© Copyright 1988 - Libreria Editrice Vaticana