Audiencia general del 1 de agosto de 1979

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de agosto de 1979

 

1. Se acerca el primer aniversario de la muerte del Papa Pablo VI. Dios lo llamó junto a Sí el 6 de agosto del año pasado, fecha en que, cada año, se celebra la solemnidad de la Transfiguración del Señor. Esta solemnidad, bella y rica de contenido, fue la última jornada del Papa Pablo VI sobre la tierra, el día de su muerte, el día de su tránsito desde la vida de aquí abajo a la eternidad. "La vida no se quita, sino que se transforma"; así rezamos en el Prefacio de la Misa de Difuntos. En efecto, el día mismo de la muerte de aquel gran Papa, día de la Transfiguración, se ha hecho signo elocuente de esta verdad.

Podemos reflexionar sobre el significado del día que Dios eligió para que concluyera una vida tan laboriosa, tan llena de dedicación y de sacrificio por la causa de Cristo, del Evangelio, de la Iglesia. El pontificado de Pablo VI, ¿no ha sido acaso un tiempo de profunda transformación, promovida por el Espíritu Santo a través de toda la actividad del Concilio, convocado por su predecesor? Pablo VI, que había heredado de Juan XXIII la obra del Concilio inmediatamente después de la primera sesión en 1963, ¿no se encontró acaso en el centro mismo de esa transformación, primero como el Papa del Vaticano II y luego como el Papa de la realización del Vaticano II, en el período más difícil, inmediatamente después de la clausura del Concilio?

Si nos es lícito reflexionar sobre el significado del día que Dios eligió como clausura de su ministerio pontificio, se acumulan en la mente varias interpretaciones. Recordando la fiesta de la Transfiguración que Dios quiso como fecha conclusiva de su fe sobre la tierra (cf. 2 Tim 4, 7), podríamos decir que aquel día manifestó, en cierto modo, el particular carisma y también el particular esfuerzo de su vida. Carisma de la "transformación" y esfuerzo de la "transformación". Se podría decir, desarrollando este pensamiento, que el Señor, habiendo llamado al Papa Pablo a su gloria, en la solemnidad de su Transfiguración, le permitió a él y nos permitió a nosotros conocer que en toda obra de "transformación", de renovación de la Iglesia en el espíritu del Vaticano II, Él está presente, como lo estuvo en aquel maravilloso acontecimiento que tuvo lugar en el monte Tabor y que preparó a los Apóstoles para la salida de Cristo de esta tierra, primero a través de la cruz y luego a través de la resurrección.

2. ¡El Papa del Vaticano II! ¡El Papa de aquella profunda transformación, que era nada menos que una revelación del rostro de la Iglesia, esperada por el hombre y por del mundo de hoy! Hay también aquí una analogía con el misterio de la Transfiguración del Señor. En efecto; el mismo Cristo que los Apóstoles vieron sobre el monte Tabor no era sino Aquel a quien habían conocido todos los días, Aquel cuyas palabras habían escuchado y cuyas acciones habían visto. Sobre el monte Tabor, se les reveló el mismo Señor, pero "transfigurado". En esa Transfiguración se manifestó y se realizó una imagen de su Maestro que en todas las anteriores circunstancias les era desconocida, estaba oculta para ellos.

Juan XXIII, y después de él Pablo VI, recibieron del Espíritu Santo el carisma de la transformación, gracias al cual la figura de la Iglesia, a todos conocida, se manifestó igual y, al mismo tiempo, diversa. Esa "diversidad" no significa alejamiento de su propia esencia, sino más bien una penetración más profunda en la esencia misma. Es la revelación de aquella figura de la Iglesia que estaba escondida anteriormente. Era necesario que, a través de los "signos de los tiempos", reconocidos por el Concilio, se hiciese manifiesta y visible, se hiciese principio de vida y de acción para el tiempo en que vivimos y para el futuro.

El Papa, que nos dejó el año pasado en la solemnidad de la Transfiguración del Señor, recibió del Espíritu Santo el carisma de su tiempo. En efecto; si la transformación de la Iglesia debe servir para su renovación, hace falta que el que la emprenda posea una conciencia particularmente fuerte de la identidad de la Iglesia. Pablo VI manifestó la expresión de tal conciencia sobre todo en su primera Encíclica Ecclesiam suam y después, continuamente: proclamando el Credo del Pueblo de Dios y emanando una serie de normas ejecutivas, referentes a las deliberaciones del Vaticano II, inaugurando la actividad del Sínodo de los Obispos, avanzando como un precursor en dirección de la unión de los cristianos, reformando la Curia Romana, internacionalizando el Colegio Cardenalicio, etc.

En todo ello, se revelaba siempre la misma conciencia de la Iglesia, que confirma más profundamente la propia identidad en la capacidad de renovación, de afrontar las transformaciones que surgen de su vitalidad y, al mismo tiempo, de la autenticidad de la tradición.

3. Permitid que en este contexto evoque al menos algunas frases de las muy numerosas enunciaciones del Papa muerto hace un año. En su primera Encíclica, la Ecclesiam suam, que lleva precisamente la fecha del 6 de agosto de 1964, se expresaba así: "Por una parte, la vida cristiana, tal como la Iglesia la defiende y promueve, debe continua y valerosamente evitar todo cuanto pueda engañarla, profanarla, sofocarla, como para inmunizarse contra el contagio del error y del mal; por otra, no sólo debe adaptarse a los modos de concebir y de vivir que el ambiente temporal le ofrece y le impone, en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso y moral, sino que debe procurar acercarse a él, purificarlo, ennoblecerlo, vivificarlo y santificarlo... La palabra, hoy ya famosa, de nuestro venerable predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, la palabra aggiornamento la tendremos siempre presente como norma y programa; lo hemos confirmado como criterio directivo del Concilio Ecuménico, y lo recordaremos como un estímulo a la siempre renaciente vitalidad de la Iglesia, a su siempre vigilante capacidad de estudiar las señales de los tiempos y a su siempre joven agilidad de probar todo y de apropiarse lo que es bueno (cf. 1 Tes 5, 21); y ello, siempre y en todas partes" (Ecclesiam suam n. 44 y 52).

Y algunos años después, decía en un discurso: "Quien ha comprendido algo de la vida cristiana no puede prescindir de una aspiración constante a la renovación. Los que atribuyen a la vida cristiana un carácter de estabilidad, de fidelidad, de estabilidad, lo ven justamente, pero no lo ven todo. Ciertamente la vida cristiana está basada en hechos y obligaciones que no admiten cambios, como la regeneración bautismal, la fe, la pertenencia a la Iglesia, la animación de la caridad; es, por naturaleza, una adquisición permanente, que no debe ser comprometida jamás; pero es, como decimos, una vida y, por tanto, un principio, una semilla que debe desarrollarse, que exige crecimiento, perfeccionamiento y, dada nuestra natural caducidad y dadas ciertas incurables consecuencias del pecado original, exige ser reparada, rehecha, renovada" (Insegnamenti di Paolo VI, vol. IX, pág. 318).

4. El Papa Pablo fue un sembrador generoso de la Palabra de Dios. La enseñó a través de solemnes documentos de su pontificado. La enseñó a través de las homilías que pronunció en diversas circunstancias. La enseñó, en fin, a través de su catequesis de los miércoles que, desde su pontificado, entró en el programa habitual de todo el año. Gracias a esto, pudo continuamente "proclamar el Evangelio" (cf. Evangelii nuntiandi). Siguiendo el ejemplo del Apóstol Pablo, consideraba el anuncio del Evangelio como su primer deber y como su más grande gozo. Estas catequesis papales llegaron a ser alimento sustancioso para toda la Iglesia, en un período que tenía especial necesidad.

Frente a las inquietudes del período postconciliar, aquel singular "carisma de la Transfiguración" se demostró bendición y don para la Iglesia. Y así, Pablo VI se convirtió en Maestro y Pastor de las inteligencias y conciencias humanas, en cuestiones que exigían la decisión de su autoridad suprema. Sirvió a Cristo y a la Iglesia con aquella admirable firmeza y humildad que le permitieron mirar, con ojos de fe y esperanza, el porvenir de la obra que estaba realizando.

Al acercarse el primer aniversario de su muerte, recomendamos nuevamente su alma al Cristo del monte de la Transfiguración, a fin de que lo acoja en la gloria del eterno Tabor.

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