Audiencia general 11 de abril de 1979

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 11 de abril de 1979

 

Solidaridad con Cristo paciente, crucificado y agonizante

1. Durante la Cuaresma, la Iglesia, refiriéndose a las palabras de Cristo, a la enseñanza de los Profetas del Antiguo Testamento, a la propia tradición secular, nos exhorta a una solidaridad particular con todos los que sufren y que, de cualquier modo, experimentan la pobreza, la miseria, la injusticia, la persecución. Hemos hablado de ello el miércoles pasado, continuando nuestras reflexiones cuaresmales sobre el significado actual de la penitencia, que se expresa a través de la oración, el ayuno y la limosna. La exhortación a la solidaridad, en nombre de Cristo, con todas las tribulaciones y necesidades de nuestros hermanos, y no sólo con los que tenemos al alcance de los ojos y de la mano, sino con todos, incluso con los gritos de las almas y los cuerpos atormentados, es casi la esencia misma del vivir espiritualmente el período de Cuaresma en la existencia de la Iglesia. En la última semana de Cuaresma —después de esta preparación (¡y sólo después de ella!)— la Iglesia nos exhorta a una particular y excepcional solidaridad con el mismo Cristo paciente. Aunque el ser conscientes de la pasión de Cristo nos acompaña a lo largo de todas las semanas de este período, sin embargo sólo esta semana, la única en el sentido pleno de la palabra, es la Semana de la Pasión del Señor. Es la Semana Santa. La llamada a una solidaridad particular y excepcional con Cristo paciente se hace sentir hacia el fin del período cuaresmal. Se hace sentir cuando ya ha madurado en nosotros la actitud de conversión espiritual, y especialmente el sentido de solidaridad con todos nuestros hermanos que sufren. Esto corresponde a la lógica de la Revelación: el amor de Dios es el primero y el mayor mandamiento, pero no puede cumplirse fuera del amor del hombre. No se cumple sin él.

2. Al mismo tiempo, los impulsos más profundos y más potentes del amor deben surgir de esta Semana, en la que estamos llamados a una particular, a una excepcional solidaridad con Cristo, en su pasión y muerte en la cruz. “Porque tanto amó Dios al mundo —al hombre en el mundo—, que le dio su unigénito Hijo” (Jn 3, 16). Lo dio en la pasión y en la muerte. Contemplando esta revelación de amor que parte de Dios y va hacia el hombre en el mundo, no podemos detenernos, sino que debemos reemprender el camino “del retorno”: camino del corazón humano que va hacia Dios, el camino del amor. La Cuaresma —y sobre todo la Semana Santa— debe ser, en cada año de nuestra vida en la Iglesia, un nuevo comienzo de este “camino del amor”. La Cuaresma se identifica, como vemos, con el punto culminante de la revelación del amor de Dios para el hombre.

Por tanto, la Iglesia nos exhorta a detenernos de modo muy particular y excepcional al lado de Cristo, sólo a su lado. Nos exhorta a esforzarnos —como San Pablo— (al menos en esta semana) a “no saber cosa alguna..., sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2, 2). La Iglesia dirige esta exhortación a todos: no sólo a la comunidad entera de los creyentes, a todos los seguidores de Cristo, sino también a todos los demás. Detenerse ante Cristo que sufre, encontrar en sí mismo la solidaridad con Él, he aquí el deber y la necesidad de cada corazón humano, he aquí la prueba de la sensibilidad humana. En esto se manifiesta la nobleza del hombre. La Semana Santa es pues el tiempo de la apertura más amplia de la Iglesia hacia la humanidad y, a la vez, el tiempo-cumbre de la evangelización: a través de todo lo que durante estos días la Iglesia piensa y dice de Cristo, a través del modo en que vive su pasión y muerte, a través de su solidaridad con Él, la Iglesia retorna, año tras año, a las raíces mismas de su misión y de su anuncio salvífico. Y si en esta Semana Santa la Iglesia, más que hablar, calla, lo hace para que pueda hablar mucho más el mismo Cristo. Ese Cristo a quien el Papa Pablo VI llamó el primero y perenne evangelizador (cf. Evangelli nuntiandi, 7).

3. La evangelización se realiza con la ayuda de la palabra. Precisamente las palabras de Cristo pronunciadas durante su pasión tienen una enorme fuerza de expresión. Incluso se puede decir que son lugar de encuentro especial con cada uno de los hombres; son la ocasión y la razón para manifestar una gran solidaridad. ¿Cuántas veces volvemos a lo que los Evangelistas han registrado como hilo conductor de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos? “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz” (Mt 26, 39). ¿No dice eso cada hombre? ¿No siente así cada hombre en el sufrimiento, en la tribulación, frente a la cruz? “Pase de mí...” ¡Qué profunda verdad humana está contenida en esta frase! Cristo, como verdadero hombre, sintió repugnancia ante el sufrimiento: “Comenzó a entristecerse y angustiarse” (Mt 26, 37), y dijo: “Pase de mí...”, ¡no suceda, no me alcance! Es necesario aceptar toda la expresión humana de estas palabras para saberlas unir con las de Cristo. “¡Si es posible, pase de mí este cáliz! Sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú!” (Mt 26, 39). Cada hombre, encontrándose frente al sufrimiento, está ante un reto... ¿Es sólo un reto de la suerte? Cristo da la respuesta diciendo: “Como quieres tú”. No se dirige a la suerte, a la “suerte ciega”. Habla a Dios. Al Padre. A veces no nos basta esta respuesta, porque no es la última palabra, sino la primera. No podemos comprender ni Getsemaní ni el Calvario, sino en el contexto de todo el acontecimiento pascual. De todo el misterio.

4. En las palabras de la pasión de Cristo hay un encuentro particularmente intenso de lo “humano” con lo “divino”. Lo demuestran ya las palabras de Getsemaní. Después Cristo más bien callará. Dirá una frase a Judas. Después a los que Judas condujo al Huerto de Getsemaní para prenderlo. Después todavía a Pedro. Ante el Sanedrín no se defiende, pero da testimonio. Así también ante Pilato. En cambio, ante Herodes “no contestó nada” (Lc 23, 9). Durante el suplicio se realizarán las palabras de Isaías: “No abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores” (Is 53, 7). Sus ultimas palabras caen desde lo alto de la cruz. En su conjunto se explican con el transcurso del acontecimiento, con el horrible suplicio y, al mismo tiempo, a través de ellas, a pesar de su brevedad y condición, se transparenta lo que hay de “divino” y “salvífico”. Volvamos a oír el sentido “salvífico” de las palabras dirigidas a la Madre, a Juan, al buen ladrón, así como las que se referían a los que le crucificaron. Las últimas palabras dirigidas al Padre son desconcertantes: eco último y, a la vez, como continuación de la oración de Getsemaní. Cristo dice: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46), repitiendo las palabras del Salmista (cf. Sal 21 [22], 1). En Getsemaní había dicho: “Si es posible, pase de mí este cáliz” (Mt 26, 39). Y ahora, desde lo alto de la cruz, ha confirmado públicamente que el “cáliz” no fue alejado, que debió beberlo hasta el fondo. Tal es la voluntad del Padre. De hecho, el eco de la oración de Getsemaní es esta palabra última: “Todo está acabado” (Jn 19, 30). Ir finalmente: sólo éstas: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46).

La agonía de Cristo. Primero, la moral en Getsemaní. Después, la moral y a la vez la física, en la cruz. Nadie, como Cristo, ha manifestado tan profundamente el tormento humano de morir, precisamente porque era Hijo de Dios, porque lo “humano” y lo “divino” constituían en Él una misteriosa unidad. Por esto también las palabras de la pasión de Cristo, tan penetrantemente humanas, son para siempre una revelación de la “divinidad” que en Cristo se unió a la humanidad, en la plenitud de la unidad personal. Se puede decir: era necesaria la muerte de Dios-Hombre, para que nosotros, herederos del pecado original, viéramos lo que es el drama en la muerte del hombre.

En esta Semana Santa debemos llegar a una solidaridad particular con Cristo paciente, crucificado, y agonizante, para encontrar en nuestra vida la cercanía de lo que es “divino” y de lo que es “humano”. Dios ha decidido hablarnos con el lenguaje del amor, que es más fuerte que la muerte. Acojamos este mensaje.

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