Audiencia del 20 de enero de 1999

Autor: Juan Pablo II

 

Papa Juan Pablo II: Audiencia general de los miércoles

Miércoles 20 de enero de 1999

   

La paternidad de Dios en el Antiguo Testamento

1. El pueblo de Israel, como hemos explicado en la catequesis anterior, experimentó a Dios como Padre. Al igual que todos los demás pueblos, intuyó en él los sentimientos paternos que se constatan en la experiencia habitual de un padre terreno. Sobre todo descubrió en Dios una actitud particularmente paternal, partiendo del conocimiento directo de su acción salvífica especial (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 238).

Desde el primer punto de vista, el de la experiencia humana universal, Israel reconoció la paternidad divina a partir del asombro ante la creación y ante la renovación de la vida. El milagro de un niño que se forma en el seno materno no se explica sin la intervención de Dios, como recuerda el salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno» (Sal 139, 13). Israel pudo ver en Dios a un padre también por analogía con algunos personajes que desempeñaban una función pública, especialmente religiosa, y eran considerados padres: así los sacerdotes (cf. Jc 17, 10; 18, 19; Gn 45, 8) o los profetas (cf. 2 R 2, 12). Además, se comprende muy bien que el respeto que la sociedad israelita exigía hacia el padre y hacia los padres impulsara a ver en Dios a un padre exigente. En efecto, la legislación de Moisés es muy severa con respecto a los hijos que no respetan a sus padres, hasta el punto de que prevé la pena de muerte para quien golpea o incluso sólo maldice a su padre o a su madre (cf. Ex 21, 15.17).

2. Pero, más allá de esta representación sugerida por la experiencia humana, en Israel madura una imagen más específica de la paternidad divina a partir de las intervenciones salvíficas de Dios. Al salvarlo de la esclavitud de Egipto, Dios llama a Israel a entrar en una relación de alianza con él e incluso a considerarse su primogénito. De este modo, Dios demuestra que es su padre de manera singular, como lo atestiguan las palabras que dirige a Moisés: «Y dirás al faraón: Así dice el Señor: "Israel es mi hijo, mi primogénito"» (Ex 4, 22). En el tiempo de la desesperación, este pueblo-hijo podrá permitirse invocar con el mismo título de privilegio al Padre celestial, para que renueve una vez más el prodigio del éxodo: «Ten compasión del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien nombraste tu primogénito» (Si 36, 11). En virtud de esta situación, Israel está obligado a cumplir una ley que lo distingue de los demás pueblos, a los que debe testimoniar la paternidad divina de la que goza de manera especial. Lo subraya el Deuteronomio en el contexto de los compromisos derivados de la alianza: «Sois hijos del Señor, vuestro Dios. (...) Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios, y el Señor te ha escogido para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 14, 1-2).

Al no cumplir la ley de Dios, Israel obra contra su condición de hijo, mereciendo los reproches del Padre celestial: «Desdeñas a la Roca que te dio el ser; olvidas al Dios que te engendró» (Dt 32, 18). Esta condición filial afecta a todos los miembros del pueblo de Israel, pero se aplica de modo singular al descendiente o sucesor de David, según el célebre oráculo de Natán, en el que Dios dice: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 S 7, 14; cf. 1 Cro 17, 13). La tradición mesiánica, apoyada en este oráculo, afirma una filiación divina del Mesías. Dios dice al rey mesiánico: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7; cf. 110, 3).

3. La paternidad divina con respecto a Israel se caracteriza por un amor intenso, constante y compasivo. A pesar de la infidelidad del pueblo, y las consiguientes amenazas de castigo, Dios se muestra incapaz de renunciar a su amor. Y lo expresa con palabras llenas de profunda ternura, incluso cuando se ve obligado a quejarse de la falta de correspondencia de sus hijos: «Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) ¿Cómo voy a dejarte, Efraím?, ¿cómo entregarte, Israel? (...) Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11, 3-8, cf. Jr 31, 20).

Incluso la reprensión se convierte en manifestación de un amor de predilección, como lo explica el libro de los Proverbios: «No desdeñes, hijo mío, la instrucción del Señor; no te dé fastidio su reprensión, porque el Señor reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Pr 3, 11-12).

4. Una paternidad tan divina, y al mismo tiempo tan «humana» por los modos en que se expresa, resume en sí también las características que de ordinario se atribuyen al amor materno. Las imágenes del Antiguo Testamento en las que se compara a Dios con una madre, aunque sean escasas, son muy significativas. Por ejemplo, se lee en el libro de Isaías: «Dice Sión: "el Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado". ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque una de ellas llegara a olvidarse, yo no te olvido» (Is 49, 14-15). Y también: «Como uno a quien su madre consuela, así yo os consolaré» (Is 66, 13).

Así, la actitud divina hacia Israel se manifiesta también con rasgos maternales, que expresan su ternura y condescendencia (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 239). Este amor, que Dios derrama con tanta abundancia sobre su pueblo, hace exultar al anciano Tobías y le impulsa a proclamar: «Confesadlo, hijos de Israel, ante todas las gentes, porque él os dispersó entre ellas y aquí os ha mostrado su grandeza. Exaltadlo ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos» (Tb 13, 3-4).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España, Chile, Argentina y otros países de Latinoamérica. Saludo también a monseñor Elías Yanes, presidente de la Conferencia episcopal española y arzobispo de Zaragoza, y a monseñor Estepa, arzobispo castrense de España. En vísperas de mi visita a México, os invito a elevar vuestras plegarias a Nuestra Señora de Guadalupe, para que guíe los pasos de la nueva evangelización en los queridos pueblos de lengua y cultura hispana. Que ella os acompañe y proteja siempre.

(En italiano)
Nos encontramos en la Semana de oración por la unidad de los cristianos: todos estamos invitados a contribuir con nuestra oración y nuestro compromiso concreto a la causa de la comunión plena entre los creyentes en Cristo. Queridos jóvenes, dedicad a este fin vuestro entusiasmo y vuestras grandes energías; queridos enfermos, ofreced por esta intención vuestras privaciones y vuestros sufrimientos, en unión con el sacrificio eucarístico; y vosotros queridos recién casados, sed testigos de la unidad deseada por el Señor comenzando por vuestras familias, pequeñas iglesias domésticas.

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Llamamiento en favor de la paz en Kosovo y Sierra Leona

La paz se ve aún amenazada en muchas partes del mundo. En estos días se están produciendo actos de crueldad e inhumanidad, especialmente en Kosovo y en Sierra Leona.

Pidamos a Dios con renovada confianza que, donde abunda el odio, haga sobreabundar su misericordia de Padre, despertando la conciencia de quienes guían el destino de los pueblos y suscitando en el corazón de todos propósitos de paz.

Un pensamiento de particular cercanía y solidaridad va al arzobispo de Freetown (Sierra Leona) y a las misioneras y misioneros que se hallan retenidos como rehenes por los guerrilleros en Sierra Leona, a pesar de su infatigable entrega al servicio de las poblaciones de ese país africano. Hago un llamamiento a los responsables para que les devuelvan cuanto antes su libertad, a fin de que puedan realizar su ministerio de evangelización y caridad.